Decía Donald Drumper en Mad Men que la publicidad se basa en la felicidad, y añadía algo así como que la felicidad es una valla publicitaria a un lado de la carretera que te grita que sea lo que sea lo que estés haciendo, lo estás haciendo bien.
Nos gusta pensar que esos cuentos no van con nosotros, que esos trucos de los años cincuenta no nos afectan pero, aunque nos esforzamos y aparentamos ser analíticos en nuestra toma de decisiones, intentado hacer bueno al famoso “animal racional” aristotélico, la ciencia nos demuestra que tenemos mucho más de lo primero (animal) que de lo segundo (racional), mal que nos pese.
Sin duda, la inmensa mayoría de las decisiones que tomamos son mucho más emocionales que analíticas. De hecho, un gran número de ellas van completamente en contra de nuestros intereses objetivos pero eso sí, nos hacen sentir bien.
Lo cierto es que incluso cuando nos forzamos en analizar a conciencia nuestras decisiones más importantes (como las económicas) lo hacemos siempre sesgados por la percepción de nuestra propia memoria, que no es nada realista, porque tiende a recordar los “momentos estelares”, por así decirlo, y los momentos finales de cualquier experiencia.
Esta realidad la explicó muy bien (tan bien como para que le dieran un premio Nobel) Daniel Kaneman en su memorable “Think fast, think slow”.
Como profesionales del marketing, en nuestra relación con los clientes, necesitamos tener muy presente que nos recordarán, fundamentalmente, por lo emocional de la experiencia: por las sensaciones que les transmita nuestra marca, producto o servicio… y muy especialmente, por las últimas emociones que recuerden al pensar en nosotros, que suelen ser las más intensas y las más recientes.
Con ese poco construirán un relato sobre nosotros.
Esto se resume en que lo más importante en la relación con el cliente es cómo le has hecho sentir, especialmente en el marco temporal más cercano.
Si creemos que esto es así (y particularmente lo creo) no hace falta decir que el momento post-venta es especialmente importante, y que todos los esfuerzos por hacer que el cliente tenga un buen recuerdo final de ti son pocos. Suena a obviedad pero, en muchos casos, estamos tan centrados en conseguir buenos leads y ventas que no ponemos el foco que deberíamos en esta “última” parte de la relación con el cliente.
Curiosamente el refrán “la primera impresión es la que cuenta” no puede estar más equivocado (y digo curiosamente porque creo mucho en la sabiduría que hay detrás del refranero). En realidad, parece que más bien es la última impresión la que verdaderamente cuenta.