Algunas reseñas parecen estar escritas por robots. En realidad, puede que incluso lo estén. Ayer mismo leí una en Librotea sobre la historia de un tipo que abandona a su mujer -embarazada- junto a sus hijos pequeños para irse a vivir al bosque noruego. La reseña acababa celebrando que “otro modo de vida es posible”, que es una frase que suena muy bien pero que mal entendida, sirve para cualquier circunstancia. Resulta un poco como si después de leer, por ejemplo, A sangre fría, asintieses con la cabeza y murmurases para ti mismo “otro modo de vida es posible”… No tiene ningún sentido.
Pero resulta que hemos entrado ya en esa especie de espiral nada virtuosa en la que no sabemos si detrás de una pieza literaria se esconde la mano de la máquina (es un decir) o la del hombre, y parece que el proceso es imparable. Hemos entrado en esa nueva fase de la historia en la que lees una noticia, una reseña, un libro… y no acabas por decidirte sobre si la ha construido un algoritmo o es obra de un pésimo escritor (porque es sólo entonces cuando realmente se parecen). Estamos ante el momento de las audiencias como sustitutivos de las personas, de los censos políticos digitales que los partidos no dudan en aprovechar ¡sin que nadie ponga realmente el grito en el cielo! Vivimos en la era de los valores absolutos, en la que podemos reaccionar a los comentarios de los demás de cinco formas, pero de ninguna más: me gusta, lágrimas, corazón, me enfada y otra de la que sinceramente ya ni me acuerdo. Recibimos casi siempre la información que confirma nuestro punto de vista (no la que lo matiza ni mucho menos la que lo discute: la que lo confirma), escuchamos casi siempre la música que se parece a la que ya conocemos y acabamos diciendo exactamente lo que se espera que digamos. Occidente se está simplificando hasta el paroxismo (es una forma elegante de decirlo), y este proceso resulta especialmente peligroso para la libertad en sí misma y para la diversidad, en todas sus formas.
En la era del plástico, la cultura corre el riesgo de acabar convertida en un objeto desechable más: festivales, series, más series, dobles pantallas, triples pantallas. Importa muy poco lo que se está viendo-escuchando-¿sintiendo?; resulta mucho más importante la acción en sí misma que la intención y las piezas de arte acaban convertidas en objetos de consumo masivo, desposeídas de su singularidad.
El otro día me encontré ante una escena que hizo que me diese cuenta de golpe del valor de la cultura, de su importancia. Un tipo muy pobre estaba tocando el acordeón en la calle, de rodillas. Parecía sacado de una película y estaba entero cubierto de polvo. Era como si en su pobreza, se hubiese detenido en el tiempo. Tocaba su pequeño acordeón con una suavidad íntima mientras una hippie le observaba junto a su hijito, un niño regordete al que llevaba extrañamente vestido, con prendas como de California 1967 pero que parecían absurdamente caras. El niño sonreía atónito y la madre sonreía también con esa mueca orgásmica que sacude siempre a los hippies. El hombre, por supuesto, también sonreía. Yo los contemplaba desde la distancia, mientras esperaba el semáforo, y pensé entonces que para eso sirve exactamente el arte, en cualquiera de sus formas. Todo lo que nos aleja de la barbarie, todo lo que nos invita a ser más sensibles, más definitivamente abiertos de mente: todo eso tiene que ver con el arte. En parte, eso es lo que está en juego en esta nueva onda de dejar que los algoritmos nos enseñen el camino, incluso en lo cultural (¡sobre todo en lo cultural!). Lo aleatorio, el descubrimiento de nuevas formas de arte, la pérdida de tiempo (sí: la pérdida de tiempo) son hoy, quizá hoy más que nunca, valores extremadamente necesarios.