Resumir el debate sobre Inteligencia Artificial a un sí o no, a si esta es “buena” o “mala”, resulta muy infantil. Lo explica muy bien el gran Yuval Noaḥ Harari en su nuevo libro “Nexus“, que analiza el origen y desarrollo de las redes de información, desde la edad de piedra hasta hoy, y su profundo impacto en nuestras sociedades. Continue reading “Nexus: pasado y futuro de las redes de información”
El coche eléctrico es justo lo contrario a una movilidad sostenible
Artículo original publicado en Ciclosfera
Cada vez que acudo a foros sobre movilidad sostenible me encuentro con que la inmensa mayoría de los ponentes pertenecen al lobby del automóvil. El debate acaba girando entonces en torno al coche eléctrico, dando por sentado de manera tácita que coche eléctrico y movilidad sostenible son exactamente lo mismo. Pero la verdad es que no lo son. No lo son ni de lejos.
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¿De verdad resulta tan difícil controlar el acceso de menores al porno en Internet? La mayoría de las referencias que encuentro en prensa sobre este tema utilizan expresiones como “tratar de ponerle puertas al campo” o “intentar domar al viento” pero ¿es realmente así? ¿Resulta tan complicado?
En la actualidad, cualquiera -independientemente de su edad- puede entrar en la página porno que quiera clicando “sí” a la pregunta de si es mayor de edad. Resulta como poder conducir sin tener que demostrar que tienes carné, sólo diciendo que lo tienes.
Ese aviso de entrada y un clic es todo lo que necesitan hacer las webs de pornografía (me niego a usar el eufemismo “para adultos”) para poder mostrar todo su contenido, en muchos casos tremendamente explícito, aberrante y violento.
Desde luego, si lo que se pretende es evitar que un menor de edad pueda acceder al porno este aviso parece muy poca cosa; una barrera más imaginaria que real. Resulta lo mismo que no hacer nada, pero eso es exactamente lo que marca la ley. Ni más ni menos.
En España, el único partido que hizo referencia al tema del acceso de menores a pornografía en la red en su programa electoral fue el PSOE, pero el hecho objetivo es que la propuesta del programa no ha pasado de ahí: se ha quedado en otra clásica promesa electoral (bastante abstracta, en realidad) no cumplida.
En el resto de Europa sucede entre lo mismo y parecido que en España. Mal de mucho, consuelo de tontos.
No ha sido una legislatura fácil, condicionada por la pandemia, primero, y por la guerra de Ucrania, después, pero lo que está pasando con los niños y adolescentes es extremadamente grave y tanto el gobierno de España como la Unión Europea deberían actuar (es decir, legislar) con urgencia. No se me ocurren muchos asuntos mayores en importancia.
Algunas de las trabas principales para legislar tienen que ver con la Ley de protección de datos, una ley deficiente en muchos aspectos y también en este.
El consumo de porno para niños y adolescentes es peligrosísimo para su salud mental y su conducta, una auténtica amenaza ante la que todo lo que tienen (tenemos) los padres a mano para poder defenderse son: 1) la educación (que en la lucha desigual contra las hormonas y la curiosidad de los niños y adolescentes tampoco puede hacer milagros) y 2) los programas de control parental, que van vinculados a redes y/o dispositivos concretos y que, además, tienen importantes brechas de seguridad.
Las instituciones están dejando a niños, adolescentes y padres solos ante los peligros de la digitalización y, por mucho que quieran hacernos creer que la tarea de controlar estos desmanes es hercúlea, lo cierto es que lo que único que hace falta, como casi siempre, es voluntad.
Como decía, este tema sólo ha aparecido en un programa electoral (de forma bastante general además, como suele ocurrir en estos casos, más como una declaración de intenciones que como una hoja de ruta clara) y las principales trabas para legislar tienen que ver con la protección de datos.
La Ley de protección de datos (que por cierto no cumple con su función ni de lejos, aunque ese es otro tema) hace difícil -por no decir imposible- exigir la verificación personal de perfiles por parte de este tipo de páginas web y otras. En Europa, a excepción del Reino Unido, que está intentando hacer prosperar una reforma de ley para abordar el tema, la parálisis de los gobiernos es total.
¿Por qué?
Seguramente porque el debate social (ergo, los votos) está en otro lado (al fin y al cabo, nadie piensa que su hijo esté consumiendo porno duro a diario. Tendemos a pensar —muy humano esto—, que esos dramas solo les suceden a otros. Como Laplace, no contemplamos esa hipótesis).
Empieza a haber ahora cierta agitación social, cuando se han disparado las agresiones sexuales entre niños y adolescentes… pero seguimos sin estar a la altura de las circunstancias enredados en debates y polémicas de pueblo, con perdón, y engañados por el mito de que en Internet nada se puede regular (aunque claro que se puede).
Los gobiernos necesitan recuperar la soberanía digital, por así decirlo, y no seguir cediéndosela a los Meta, Google, Amazon, Tiktok… ni a las contadas empresas (pueden contarse con los dedos de las manos) que dominan el 99% del tráfico porno en la red.
Ademas los ciudadanos, especialmente los de mi generación, tenemos que presionar para que así sea. Para las generaciones mayores, la digitalización está llena de enigmas y de mitos que han prosperado (como el de que en Internet todo vale o nada tiene remedio), para las generaciones más jóvenes Internet es parte de la vida, no hay distinción. Los que tenemos que presionar para que Internet sea un sitio sano somos los que ahora tenemos entre unos 30 y 60 años, ¿quiénes si no?
En general, la brecha entre lo que pueden hacer los canales y medios tradicionales (televisión, prensa…) y lo que pueden hacer los medios en internet es gigantesca. Por ejemplo, en televisión los partidos políticos indican los espacios de campaña como propaganda electoral por ley mientras en Internet todo vale. Pasa lo mismo con la pornografía, es imposible mostrar porno, incluso el más blando, en televisión y, sin embargo, cualquier niño con acceso a Internet puede encontrar porno duro -literalmente- en tres clics. ¿Tiene esto algún sentido? ¿Es realmente imposible conseguir cambiar esta realidad?
Insisto, no lo es. Es una cuestión de voluntad política y dotación de medios. Evidentemente siempre habrá maneras de llegar al contenido, pero los gobiernos pueden poner muchísimas barreras legislativas y técnicas para hacer que consumir porno en Internet sea casi imposible para un niño.
Sinceramente, no sé a qué esperan.
Un cómic para el cambio
En Francia el cómic es cosa seria, así que no es de extrañar que la magnífica obra “El mundo sin fin”, del divulgador científico Jean-Marc Jancovici (inventor de la huella de carbono, entre otras muchas cosas, y una auténtica autoridad del Cambio Climático) y el ilustrador Christophe Blain, se haya convertido por allí en un auténtico fenómeno editorial.
Resulta impresionante la claridad con la que este cómic (sin eufemismos ni novelas gráficas) ayuda a entender cómo el debate de la energía (ergo el de la ecología) está viciado de base.
Las conclusiones de la obra, que repasa el análisis vital de Jancovici sobre energía y cambio climático de forma brillante, son claras. Lo fundamental es comprender que la sociedad de consumo actual resulta totalmente inviable (aunque parece que muy pocas personas estén verdaderamente dispuestas a bajar cuatro o cinco marchas, como se suele decir).
Y resulta inviable casi independientemente de que alcancemos nuevas formas de energía más limpias o no.
Todos queremos seguir estrenando trapitos y viajando a Cancún y protestando cuando nos piden que tengamos el aire a 27 grados. “Paparruchas”, casi se nos oye decir.
Mientras tanto, utilizamos la energía verde, el plástico reciclado y el resto, como herramientas para lavar nuestras conciencias.
Pero la pregunta pertinente es si podemos mantener nuestro modelo social, nuestra forma de consumir durante mucho más tiempo. Y la respuesta -que no parece tan obvia- es que no.
Independientemente de que podamos conseguir fuentes de energía más limpias, ninguna energía resulta limpia del todo (ni tampoco gratuita del todo), y en este sentido la clarividencia de los autores es reveladora.
Además, excepto la madera, ninguna fuente de energía ha disminuido en su consumo desde la Revolución Industrial: ni el carbón, ni el gas, ni el petróleo, ni la energía nuclear… ninguna.
Todas se han ido añadiendo, incorporando, al mix energético, para cubrir la demanda… pero hay que insistir en que en ninguna de ellas (excepto la madera) el consumo ha ido hacia abajo.
Incluso el consumo de carbón (que es la fuente de energía más contaminante con diferencia) sigue creciendo año tras año.
Este hecho, que está íntimamente ligado a nuestros hábitos y a nuestra forma (voraz) de consumir y acumular, rara vez se pone de manifiesto. La incorporación de nuevas fuentes de energía limpias por sí misma no servirá para evitar el desastre si no estamos dispuestos a cambiar del todo.
Lo de ahora resulta como aquel que reconocía ante el médico que bebía un litro de whisky al día para, un mes después, decirle al mismo médico que había mejorado: “ahora bebo litro y medio de whisky al día, ¡pero lo domingos me tomo un zumo de naranja!”
Cierra la puerta del coche al salir
Fotos: Darío Martínez.
Texto: Dani Permuy.
Cuando hablamos del boom de la movilidad sostenible en Europa tendemos a pensar que el coche ha perdido terreno. Pero no es cierto.
Según Greenpeace, en Europa hay hoy un 25% más de coches que en el año 2.000 (que son unos 270 millones de automóviles más, en cifras).
Se estima que el tráfico rodado, citando la misma fuente, provoca unas 400.000 muertes prematuras al año sólo en Europa, y que es la causa del 30% de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Lo que hay que entender para abarcar este tema es que cuando hablamos de planes de movilidad sostenible, o de cerrar el centro de las ciudades a los coches, no estamos promoviendo caprichosamente una forma de movilidad contra otra. Estamos, más bien, anteponiendo la emergencia climática y la salud de las personas a un modelo de movilidad que no es sostenible, que es poco democrático, que causa miles de muertes al año, que empeora drásticamente la calidad de vida de las personas y que, sencillamente, no puede dar más de sí.
La Comisión Europea señaló el 22 de septiembre como el Día Sin Coche, un guiño que lógicamente no es suficiente porque la movilidad en Europa sigue totalmente centrada en el coche. Se necesitan planes radicales de movilidad sostenible que vayan acompañados de fondos e infraestructuras. Un ejemplo, si sustituyes una vía de doble carril para automóviles por otra con un tranvía central y un carril bici de doble sentido, ocupando el mismo espacio, movilizarás ¡diez veces más viajeros!
Se estima que a finales de siglo el 80% de la población mundial viva en ciudades. Cómo gestionemos la movilidad en esas ciudades es verdaderamente clave para revertir la crisis climática.
Cuando alguien se queja porque se han reducido plazas de aparcamiento drásticamente, o porque tiene restricciones al tráfico en su ciudad, su queja no es objetiva. “Esto no va de promover un modelo de movilidad porque nos guste mucho montar en bicicleta”, como advirtió acertadamente la alcaldesa de París al presentar su ambicioso plan de movilidad sostenible, que está llenado la capital de Francia de infraestructuras enfocadas a la bici. Existe un problema extremadamente grave (la emergencia climática) que hay que abordar sin demora, y existen también una serie de problemas sanitarios derivados de la polución que también tienen que ser atajados.
Sustituir el humo por la pedaladas y el hormigón por los árboles no responde al capricho de unos pocos, responde más bien a todo lo contrario, al más maravilloso de los bienes: al bien común.
Digital de golpe
Del COVID-19 se pueden sacar todo tipo de conclusiones y, por desgracia, no hace falta decirlo, casi todas malas. La tendencia ahora es decir que ya nada volverá a ser como antes pero… ¿qué quiere decir eso exactamente? Suena bien, la verdad, y yo mismo lo he dicho en alguna conversación sin saber muy bien a qué puñetas me refería, como un personaje del Rey desnudo, vaya.
La manera en la que se enlaza la crisis del COVID-19 con el desafío climático y el fin del orden mundial tal y como lo conocemos me resulta forzada. ¿Por qué debería la crisis del Coronavirus dar como resultado el fin del modelo global basado en las energías fósiles y en un consumismo extremo?
Mi percepción real es que todos estamos esperando a que esto pase para seguir haciendo exactamente lo mismo. O casi. En el ámbito del marketing digital, esta pandemia marcará también un antes y un después y lo hará, principalmente, porque las personas se han conectado como nunca. Hemos interactuado como nunca en todo tipo de redes sociales, hemos “trabajado en remoto” como jamás lo habíamos hecho, hemos hecho la compra online (y muchos otros trámites), y hemos visto que la cosa funciona. Que lo digital es cómodo, flexible, rápido, efectivo e incluso, más económico.
El caso del ecommerce es significativo. El comercio online lleva creciendo a dos dígitos (o casi) desde hace diez años en España pero una parte importante de los consumidores y empresarios no acababan de verlo tan claro. Muchos habían preferido seguir desarrollando su negocio de forma más tradicional. Ahora que todos los consumidores han descubierto las ventajas del comercio online las marcas y empresas que llevan tiempo desarrollando su lado digital tienen mucho ganado.
¿Qué ecommerces serán los más beneficiados en este nuevo paradigma? Según un estudio muy relevante de Afterpay sobre el tema, la categoría de productos ecológicos y alimentación serán las más impulsadas durante y después de la crisis. También la del take away.
Esta nueva realidad no es tan nueva, parece más bien una simple aceleración de unas tendencias que ya eran muy claras.
En la otra cara de la moneda, vivimos una crisis sin precedentes en la venta de alojamientos, viajes y todo tipo de servicios online vinculados a eventos y turismo. Algo que tiene mucho más que ver con el contexto de la situación actual (coyuntura) que con un cambio de modelo futuro para este tipo de plataformas. Es decir, si no se venden entradas ni viajes online será porque la gente no viaja ni asiste a conciertos y no porque el online haya perdido confianza.
Si observamos la tendencia de búsquedas en Google de los tres principales CMS enfocados a iniciarse de manera rápida y fácil en el mundo e-commerce (Prestashop, Shopify y Magento) durante los últimos 5 años, vemos que hay un boom claro en el último tramo en el más sencillo de todos ellos desde el punto de vista del uso (que no significa el mejor), Shopify.
Que el futuro es digital nadie lo duda, pero parece ser que el futuro ha llegado de golpe. A la fuerza. Para todos. Este detalle es importante porque acelerará muchísimo un proceso que ya parecía imparable.
Tu marca favorita no va a salvar el mundo
Mentalízate: tu marca favorita no va a salvar el mundo. En realidad, tu marca favorita solo tiene que ceñirse a la ley. Y a veces ni eso, a veces le vale con pagar la multa que sea.
Verás, y esto no es ningún secreto (aunque a veces lo parezca): las marcas se dedican a vender. Por eso, solo querrán salvar el mundo si eso les ayuda a vender más, cuanto más mejor. Por el momento a las marcas les vale con seguir haciendo un poco lo que les da la gana: llenándolo todo de plástico y cosas así. El del plástico es el mejor ejemplo: un material muchísimo más barato y más cómodo para las marcas que cualquier otro. Seguirán usándolo mientras les resulte mucho más rentable y sea completamente legal. It’s the economy stupid. Obviamente, desde un punto de visto macroeconómico el plástico no es en absoluto rentable: genera un montón de beneficios privados sí, pero también genera otro montón, muchísimo más grande, de problemas públicos.
Por poner un ejemplo, la marca de todas las marcas right now, Apple, ha demostrado con sus AirPods lo poco que le importa el medio ambiente. Como decían en Vice, “los AirPods son una tragedia”, un producto altamente contaminante que no cumple con ninguna de las cinco erres (reutilizar, reducir, reparar, reciclar y regular). En realidad Apple en sí mismo resulta exactamente lo contrario a esas cinco erres. La marca californiana lanza productos al mercado de manera permanente que están destinados a durar solo unos meses. Obsolescencia programada, lo llaman. Podrían hacerlo mucho mejor en ese sentido y en otros, claro, pero – paradójicamente – hacerlo mejor sería la peor decisión para su negocio. Y es todo así. La pregunta que se me ocurre a continuación es si entonces los consumidores le hemos dado la espalda a Apple. En absoluto (y me incluyo). Pero hay cientos de ejemplos más, desde P&G o Colgate hasta CocaCola o Pepsico. Las marcas se ciñen – más o menos – a la legislación vigente y si pueden aprovechar sus resquicios, sencillamente los aprovechan. En muchos sentidos, actúan de un modo similar a las personas, por eso decimos que hay muchas marcas pero que todas tienen su propia personalidad. Apple, sirva de nuevo de (trágico) ejemplo, factura en Irlanda por su régimen fiscal especial. A eso otro lo llama ingeniería fiscal.
Mi percepción, en términos generales, es que las multinacionales controlan muchas más cosas de las que particularmente podría ni siquiera llegar a imaginar, y que lo hacen siempre en su propio interés (el de sus accionistas, quiero decir). No les importa demasiado el planeta, ni les importa demasiado nada que sea ajeno a su cuenta de resultados. Desde este punto de vista, pensar que las marcas harán el papel tradicional de los Estados (o mejor aún, el de las personas) es bastante inocente.
Pero, mientras las leyes medioambientales se mueven de un modo exasperantemente lento (aunque la economía, ¡y el planeta!, pidan a gritos pasos adelante hacia el boom ecológico), algo parece estar cambiando en los consumidores, o al menos esa es mi percepción-barra-esperanza. La responsabilidad sobre lo que está pasando es fundamentalmente política (vuelvo a la privatización de los beneficios y a la socialización de los problemas), pero también es individual: no podemos esperar que ni el Estado ni mucho menos las multinacionales, hagan según qué cosas por nosotros. Debemos exigirlo, claro, pero también debemos asumir nuestra propia responsabilidad. A partir de ahí, mientras esperamos que los políticos y los lobbies de presión dejen de posponer lo inevitable (un nuevo paradigma económico marcado por el aprovechamiento de los recursos naturales y la sostenibilidad como eje central), cada uno de nosotros tiene que pensar, en cada acto de consumo, qué es lo que van a hacer las marcas con sus envases, con sus decisiones estratégicas y con su actos en general, cuando observen que volverse ecológicas les resultaría mucho más rentable que seguir haciendo exactamente lo que hacen.
La (re)invención de la cultura
Algunas reseñas parecen estar escritas por robots. En realidad, puede que incluso lo estén. Ayer mismo leí una en Librotea sobre la historia de un tipo que abandona a su mujer -embarazada- junto a sus hijos pequeños para irse a vivir al bosque noruego. La reseña acababa celebrando que “otro modo de vida es posible”, que es una frase que suena muy bien pero que mal entendida, sirve para cualquier circunstancia. Resulta un poco como si después de leer, por ejemplo, A sangre fría, asintieses con la cabeza y murmurases para ti mismo “otro modo de vida es posible”… No tiene ningún sentido.
Pero resulta que hemos entrado ya en esa especie de espiral nada virtuosa en la que no sabemos si detrás de una pieza literaria se esconde la mano de la máquina (es un decir) o la del hombre, y parece que el proceso es imparable. Hemos entrado en esa nueva fase de la historia en la que lees una noticia, una reseña, un libro… y no acabas por decidirte sobre si la ha construido un algoritmo o es obra de un pésimo escritor (porque es sólo entonces cuando realmente se parecen). Estamos ante el momento de las audiencias como sustitutivos de las personas, de los censos políticos digitales que los partidos no dudan en aprovechar ¡sin que nadie ponga realmente el grito en el cielo! Vivimos en la era de los valores absolutos, en la que podemos reaccionar a los comentarios de los demás de cinco formas, pero de ninguna más: me gusta, lágrimas, corazón, me enfada y otra de la que sinceramente ya ni me acuerdo. Recibimos casi siempre la información que confirma nuestro punto de vista (no la que lo matiza ni mucho menos la que lo discute: la que lo confirma), escuchamos casi siempre la música que se parece a la que ya conocemos y acabamos diciendo exactamente lo que se espera que digamos. Occidente se está simplificando hasta el paroxismo (es una forma elegante de decirlo), y este proceso resulta especialmente peligroso para la libertad en sí misma y para la diversidad, en todas sus formas.
En la era del plástico, la cultura corre el riesgo de acabar convertida en un objeto desechable más: festivales, series, más series, dobles pantallas, triples pantallas. Importa muy poco lo que se está viendo-escuchando-¿sintiendo?; resulta mucho más importante la acción en sí misma que la intención y las piezas de arte acaban convertidas en objetos de consumo masivo, desposeídas de su singularidad.
El otro día me encontré ante una escena que hizo que me diese cuenta de golpe del valor de la cultura, de su importancia. Un tipo muy pobre estaba tocando el acordeón en la calle, de rodillas. Parecía sacado de una película y estaba entero cubierto de polvo. Era como si en su pobreza, se hubiese detenido en el tiempo. Tocaba su pequeño acordeón con una suavidad íntima mientras una hippie le observaba junto a su hijito, un niño regordete al que llevaba extrañamente vestido, con prendas como de California 1967 pero que parecían absurdamente caras. El niño sonreía atónito y la madre sonreía también con esa mueca orgásmica que sacude siempre a los hippies. El hombre, por supuesto, también sonreía. Yo los contemplaba desde la distancia, mientras esperaba el semáforo, y pensé entonces que para eso sirve exactamente el arte, en cualquiera de sus formas. Todo lo que nos aleja de la barbarie, todo lo que nos invita a ser más sensibles, más definitivamente abiertos de mente: todo eso tiene que ver con el arte. En parte, eso es lo que está en juego en esta nueva onda de dejar que los algoritmos nos enseñen el camino, incluso en lo cultural (¡sobre todo en lo cultural!). Lo aleatorio, el descubrimiento de nuevas formas de arte, la pérdida de tiempo (sí: la pérdida de tiempo) son hoy, quizá hoy más que nunca, valores extremadamente necesarios.
El trabajo, los robots y otros demonios
Artículo original publicado en La Escena el 4 de enero de 2019.
Todo lo que se pueda automatizar, se va a automatizar.
Escribe Manuel Vila en su poderosa novela Ordesa que “la vida de un hombre es, en esencia, el intento de no caer en la ruina económica.” Por eso, esta nueva entrada de la serie El futuro ya está aquí (en la primera entrevistaba a uno los grandes expertos nacionales en transformación digital, en la segunda construía un relato sobre la previsible no-muerte), es la más seria de todas: porque trata, precisamente sobre el futuro del trabajo.
El concepto mismo de “trabajo” está verdaderamente en entredicho. Principalmente hay dos corrientes de opinión: están los que predicen un futuro sin trabajo. Y están (estamos) los que vaticinan un futuro con nuevas formas de trabajo.
Un amigo muy cercano, que trabaja para una de las grandes consultoras I+D+i de España, me comentaba hace unos días que casi todas las dudas de sus clientes van encaminadas a conseguir cambiar trabajadores por máquinas.
“¿Qué quieres decir con casi todas?”, le pregunté.
“Pues el 90% de las consultas”, me respondió.
Después de una pausa que me pareció sobria y adecuada (que podría servir para meditar sobre ese 90% pero también para despedirse en un funeral), continuamos hablando sobre el futuro del trabajo y rápidamente mi amigo abordó su propia perspectiva: “lo que creo es que vamos hacia un mundo sin trabajo”, reconoció. “Las máquinas tendrán que pagar nuestros impuestos. No veo otra alternativa”.
Este primer escenario (el de un futuro sin trabajo) no es en absoluto descabellado: las máquinas acabarían haciendo todo el trabajo y los hombres se dedicarían a escribir poemas épicos, a beber vino en vasijas y, ¡yo qué sé!, a hacer el amor en agotadoras orgías. Un poco lo que sucedía entre las élites grecorromanas aunque cambiando esclavos por robots, claro.
Jeremy Rifkin es uno de los autores que más ha incidido en esta línea de pensamiento. A finales de siglo XX, publicó un ensayo llamado El fin del trabajo, en el que recogía gran parte de sus teorías y en el que vaticinaba “una nueva fase de la historia, en la que será necesario un número cada vez menor de trabajadores para producir los bienes y servicios requeridos por la población mundial”.
Sin embargo, la mayoría de los economistas desconfiaron de este argumentario y el tiempo (al menos de momento) les está dando la razón.
Los argumentos de Rifkin están basados en una concepción ciertamente limitada de “los bienes y servicios requeridos por la población mundial” pero la realidad en este sentido, es que los bienes y servicios requeridos por la población mundial en enero de 2019 pueden tener muy poco que ver con los requeridos en enero de 2038. Hasta la fecha, la irrupción de la tecnología en los distintos tipos de industrias siempre ha acabando dando lugar a un crecimiento de la demanda o aún más allá: a la creación de nuevas formas de demanda.
El ejemplo de la industria textil es quizá uno de los más paradigmáticos. Cuando en la década de 1760 aparecieron las primeras hiladoras mecánicas acelerando el proceso de hilado hasta cotas inimaginables hasta la fecha, los telares europeos ardieron. No es una forma de hablar, literalmente ardieron. Con estas nuevas máquinas en escena una sola persona podía realizar el trabajo de 3.000 trabajadores, y los trabajadores textiles se alzaron en una especie de rebelión. La situación vivió su momento álgido en Inglaterra, en 1811, cuando los llamados luddites (trabajadores textiles desempleados) intentaron destruir las nuevas máquinas en una revuelta histórica.
Sin embargo, la nueva demanda surgida a raíz de la irrupción de la tecnología en la industria textil creó una cantidad de puestos de trabajo absolutamente exponencial. Entre otros factores, el precio de las telas (mucho más fáciles de producir) se desplomó, generando un nuevo escenario que repercutió en la creación de millones de puestos de trabajo.
Pero esto no quiere decir que lo que sucedió con la industria textil a raíz de la Revolución Industrial vaya a suceder también ahora. Al fin y al cabo “rentabilidades pasadas no aseguran rentabilidades futuras”. Solo significa que no podemos pensar en los “bienes y servicios requeridos por la población mundial” de forma estática; resultan más bien una variable que se adapta a la realidad de cada época, y viceversa.
Por eso, mi punto de vista esta dentro del segundo gran grupo, el que predice que el 70% de los trabajos de los niños en edad escolar aún está por aparecer. Serán ocupaciones que a día de hoy, aún no existen. Pero serán. Según esta línea de pensamiento, más que hacia un mundo sin trabajo nos dirigimos hacia el fin del trabajo automatizado.
En este sentido, los trabajos que conocemos que seguirán estando presentes serán los que tengan que ver con la creación, con las emociones y/o con las personas: educadores, sanitarios, cineastas, fotógrafos, guionistas…
Esta es una de las pocas conclusiones que he sacado mientras estudiaba para escribir esta serie de artículos. Todo lo que se pueda automatizar, se va a automatizar. Transporte y trabajo, incluidos. Por eso, tal vez la verdadera pregunta sería qué puede automatizarse, y qué no.
Tim Dom y la Vida Eterna
Relato publicado el 29 de diciembre de 2018 en La Escena, para la serie “El futuro ya está aquí“.
“En este mundo solo hay dos cosas que podemos dar por seguras: la muerte y los impuestos.”
Benjamin Franklin
Bienvenidos al futuro. Estamos en una cálida mañana de invierno de 2064 y Tim Dom -el único personaje ficticio que encontrarán en este relato- no está en absoluto contento. En realidad, está muy cabreado. Hace menos de un año, durante uno de sus habituales controles médicos de prevención, un robot de aspecto humanoide le diagnosticó un cáncer de colon que calificó como <<incurable>>.
<<¿Qué quiere decir con incurable, Doctor?>>, preguntó Tim incrédulo.
<<Que es terminal, señor Dom.>> Respondió el androide con su voz aterciopelada.
Al principio, Tim pensó que encontraría la manera de superarlo. A lo largo de toda su vida siempre se había salido con la suya. Sin embargo, ocho meses después, Tim Dom acababa de entender que esta vez no existía ninguna manera, que iba a morirse, y punto.
Entonces Tim Dom recordó a Ray Kurzweil de nuevo, y volvió a sentir como si un enorme cuchillo le estuviese atravesado las costillas.
Pero la parte de esta historia que nos interesa empieza en el año 2018, cuando Tim Dom era un joven brillante que acababa de doctorarse con honores en una de esas universidades anglosajonas que parecen castillos (porque en realidad lo son) y que salen siempre en las películas. Sus jardines lucen impecables y sus alumnos se mueven de un lado para otro con la seguridad y la gracia de los verdaderos elegidos.
Decir que Tim Dom era un joven excepcional es quedarse muy cortos. Cuando acabó su segundo doctorado -de nuevo con el mejor expediente de su promoción- fundó su propia compañía: una de esas start ups tan habituales por entonces, que, como ya habrán imaginado, resultó un auténtico éxito.
Tim Dom había conseguido desarrollar una herramienta extremadamente precisa que ayudaba a la industria a interpretar de manera muy eficaz datos relativos al consumo (aunque todo aquello ya no le interesara en absoluto). Como podrán imaginar, después de doctorarse por segunda vez como número uno y con un inicio tan prometedor en el mundo de los negocios, Tim tuvo innumerables ofertas de empleo. Sin embargo, rechazó cada una de ellas y no paró hasta conseguir fichar por una sub-compañía del buscador americano Google (en 2018, la mayoría de las personas aún se referían a Google como un buscador).
Había ofertas mejores para Tim Dom -incluso mucho mejores-, pero Tim quiso unirse a Google por un motivo muy concreto: allí trabajaría directamente en el proyecto Calico, junto a Ray Kurzweil.
En 2018, trabajar junto a Ray era lo único que verdaderamente podía despertar el interés de una mente tan extraordinaria como la de Tim Dom.
Casi veinte años atrás, en 1999, Ray Kurzweil – por entonces, un joven inventor estadounidense – había ganado la medalla nacional de Innovación y Tecnología, y doce años después, en 2011, había fichado por Google como Director de Ingeniería. Era uno de los grandes genios de su tiempo y a los pocos meses de entrar en Google ya había fundado una pequeña división interna llamada Calico (la misma a la que se incorporaría Tim) con un único objetivo: resolver el problema de la muerte.
Literalmente: “to solve death”.
Sí. Por increíble que parezca, “resolver la muerte” era la principal motivación de Ray Kurzweil por entonces, y continuaría siéndolo durante el resto de sus días. En realidad, para muchas personas, la muerte se había convertido, desde principios de siglo (puede que incluso desde antes), en un problema mucho más técnico que filosófico, y Kurzweil -con un coeficiente intelectual similar al de Einstein- se había marcado incluso un plazo (un deadline, paradójicamente) para conseguirlo: el problema de la muerte estaría resuelto antes del año 2050.
Ray Kurzweil no era ni mucho menos el único genio que por entonces formulaba este tipo de teorías pero sí era uno de los más activos en la búsqueda de verdaderas respuestas y soluciones. Además de poner en marcha el proyecto Calico, Google había incorporado en 2009 a Bill Harris para dirigir la división de Google Ventures. Como Kurzweil, Harris era un firme creyente de la inminente llegada de un nuevo paradigma para la raza humana: el de la vida sin fin. Harris pensaba vivir, <<como mínimo, 500 años>>, aunque no lo consiguió.
En realidad, Kurzweil desarrolló un plan maestro, auspiciado por las grandes empresas de Silicon Valley y por personas como Harris, para conseguir ir ganándole terreno a la muerte. Cuando Tim Dom entró a formar parte de Calico, Kurzweil le explicó que más que buscar la inmortalidad, el primer objetivo de la compañía era evitar la muerte por vejez o enfermedad. “Comprar tiempo” de cara a la inminente llegada de la Singularidad: un nuevo paradigma que redefiniría los límites de los mundos biológicos y no-biológicos creando un nuevo orden en el que los humanos (al menos a los extremadamente ricos) alcanzarían la vida eterna.
Por entonces, Kurzweil sabía que a muy corto plazo no podía encontrar soluciones definitivas para acabar con las muertes violentas o accidentales (por ejemplo, una mina que hace saltar un cuerpo humano por los aires) pero estaba convencido de poder avanzar lo suficiente como para alargar la vida de manera indefinida hasta escalar a una solución mayor: una solución que tendría que ver esencialmente con la tecnología (¿convertirnos en una especie de cyborgs? ¿Crear “copias de seguridad” de nuestras mentes? ¿Conectar nuestro córtex cerebral a la nube?…)
Ese momento definitivo, que estaba realmente cerca, sería el que Kurzweil definía como el de la Singularidad.
Las ideas de Ray Kurzweil eran visionarias y su figura la de un verdadero genio. Pensar en un loco subido a un banco con un eslogan apocalíptico garabateado en un cartón que se pasa el día gritándole a la muchedumbre consignas futuristas es exactamente lo opuesto a lo que representaba Ray. Vale, consumía más de cien píldoras al día para mantenerse joven, renovaba su sangre habitualmente y hacía ese tipo de cosas, pero si Tim Dom empezó a actuar como Ray al entrar en Google era porque estaba convencido de estar participando en el momento cumbre de la historia de la humanidad.
Y Ray era el hombre clave en todo aquello.
Sin duda, en el Silicon Valley de principios de siglo XXI, un montón de personas pensaban de la misma manera que Ray y una cantidad asombrosa de recursos se destinaban al propósito de la inmortalidad (quiero decir, de la Singularidad) promovido por Kurzweil. Miles de millones de dólares se invertían cada año desde la meca de la tecnología californiana buscando una solución para lo único que, según la sabiduría popular, no la tiene.
Ray Kurzweil había creado incluso la Universidad de la Singularidad con el apoyo de medio Silicon Valley y también con el de la NASA, para generar un nuevo marco de conocimiento superior para lograr alcanzar la la vida eterna.
La única Gran Verdad estaba siendo desafiada (y estaba contra las cuerdas), y por supuesto, un hombre como Tim Dom tenía que formar parte de aquello. Pisar Marte era una broma comparado con lo que estaban haciendo allí. Seguramente por eso, a Tim ya no le interesaba verdaderamente nada más. En un par de meses junto a Ray, Tim se había convencido de que la muerte por enfermedad no entraba ya dentro de sus posibilidades. Por eso, se volvió cuidadoso hasta lo enfermizo. Como Ray, Tim estaba permanentemente monotorizado, sometido a una dieta estricta y no hacía nada ni remotamente arriesgado. Por supuesto, las autotransfusiones, los reconocimientos médicos y todo tipo de tratamientos antiedad formaban parte de su rutina diaria.
En realidad, la fascinación de Tim hacía la Singularidad surgió en el último curso de Universidad, mientras ultimaba la start up que antes de acabar de nacer ya había dejado de interesarle. Casi por casualidad, Tim había conocido a Aubrey De Grey en Cambridge.
De Grey era una especie de científico loco que trabajaba esencialmente en la reparación de los tejidos orgánicos y Tim sintió rápidamente un profundo interés por el tema.
De Grey era autor de la obra La teoría del envejecimiento de los radicales libres mitocondriales y había estudiado en los mismos pasillos que Tim. Aubrey De Grey llamó poderosamente la atención de Tim por sus obras e investigaciones pero, para ser sinceros, había en él algo más. Cuando Tim conoció a De Grey en la Universidad, el doctor tenía unos 55 años pero sólo aparentaba treinta, puede que incluso menos.
Era una persona excéntrica, con el pelo y la barba exageradamente largos y una mirada un tanto neurótica, pero su discurso resultaba de lo más coherente y parecía la prueba viviente de que sus propias teorías resultaban posibles. Los estudios sobre el tejido humano de De Grey habían identificado los siete tipos de daños distintos causados por el envejecimiento que deberían ser reparados médicamente para alcanzar una esperanza de vida indefinida.
De Grey habló con Tim Dom sobre esa “esperanza de vida indefinida” y la definió como muy real y también como muy cercana. Además, identificó a Kurzweil como el gran referente mundial.
<<Si alguien puede ayudarnos a conseguirlo>> dijo, <<es él.>>
Tim empezó a frecuentar cada vez la sala de investigación del doctor De Grey y acabaron conectando de un modo cada vez más evidente; Tim empezó a estudiar la gerontología a fondo y rápidamente destacó también en aquella materia. Cuanta más información recibía, más fascinado se sentía. La pregunta de si verdaderamente era posible vivir para siempre, empezó a perseguirlo. Pronto, acabó dando por sentado que la respuesta era que sí, que el ser humano conseguiría alcanzar la inmortalidad. En realidad, concluyó, la verdadera pregunta no era tanto si se podría vivir eternamente o no, era más bien si él mismo conseguiría llegar vivo al momento de la Singularidad.
Sin conocerlo personalmente, Tim Dom ya empezaba a pensar en los mismos términos que Ray Kurzweil.
El contacto con De Grey fue el germen de la fascinación de Tim por las ideas de Ray Kurzweil. El propio De Grey mantenía un estrecho vínculo con Kurzweil y acabaría formando parte de la Universidad de la Singularidad. Kurzweil era el genio que, con solo 17 años, en la década de los sesenta, construyó la primera computadora capaz de componer música. El ingeniero e inventor que diseñó el primer software capaz de hacer leer a una máquina en voz alta y también el científico que creyó ser capaz de resolver el problema de la muerte. De Grey era el doctor capaz de darle un enfoque orgánico a las ideas de Ray, más interesado en alcanzar la inmortalidad por la vía tecnológica. De Grey era, por así decirlo, la alternativa humana, la esperanza de no lograr alcanzar solo la inmortalidad sino también la juventud eterna.
En medio de ambos, se encontraba el joven y brillante Tim Dom, dispuesto a no morirse nunca.
Pero ahora ya sabe que se equivocaba.
Bienvenidos -de nuevo- al futuro. Estamos en una cálida mañana de invierno de 2064 y Tim Dom está muy cabreado: tiene un cáncer terminal y acaba de asumir que va a morirse. Lo hará solo, en una casa que parece un jodido búnker (de hecho tiene uno subterráneo) y después de haber pasado los últimos 45 años con miedo a cruzar la calle.
Tim piensa en su viejo amigo Ray Kurzweil, y no puede sentir más que ira.
Respira hondo Tim.
La vida eterna tampoco es para tanto.