Los nuevos proyectos son siempre un gran reto y la claridad a la hora de abordarlos es importante. En mi opinión, existe cierta tendencia a valorar los proyectos en función de lo que sabemos hacer mejor (o de lo que más nos gusta hacer) aunque, en realidad, la clave está en olvidarnos de qué es lo que nos gusta y preguntarnos qué necesita de verdad el nuevo proyecto.
Aunque parezca una obviedad, la realidad es que no podemos adaptar los proyectos exclusivamente a nuestros gustos y a nuestro conocimiento (es decir, a nuestra comodidad). Trabajando con clientes son muy habituales comentarios como “es que no me gustan las redes sociales”, o “no quiero anuncios de mi marca en el móvil, porque no me gusta que me envíen anuncios al móvil”, (#truestory). A algunas personas no les interesa el nuevo paradigma digital (y están en su perfecto derecho) pero ¿puede su negocio sobrevivir ajeno a este nuevo escenario? Algunos negocios pueden, no me malinterpreten. A P&G no le interesa demasiado la publicidad digital. No encaja bien en su estrategia. Y pueden tener más o menos razón (de momento mal no les va) pero, obviamente, esta es una decisión premeditada, que responde a un análisis previo (a miles de informes, en realidad). No responde a algo tan vago como “no me gusta”, sino a algo tan concreto como “queremos seguir manteniendo el foco de inversión publicitaria en TV”. ¿Por qué? Supongo que porque les funciona.
Utilizar sólo argumentos basados en experiencias y motivaciones propias, casi cotidianas, como claves a la hora de tomar decisiones empresariales es un poco extraño. Y no digo que las opiniones no importen, porque claro que importan, pero la objetividad importa mucho más.
Algo parecido sucede a la hora de abordar el desempeño. Tendemos a condicionar los proyectos en función de lo que nosotros sabemos hacer. Por ejemplo, si alguien es muy bueno en social media buscará soluciones enfocadas casi exclusivamente al social media independientemente (y esta es la clave) de si son las que verdaderamente se necesitan. Esta actitud está más cerca de responder a la pregunta “¿qué es lo más cómodo para mí?” que de responder a la pregunta clave “¿qué es lo mejor para el proyecto?”, claro.
En un mundo fundamentalmente cambiante y cada vez más omnicanal, las opciones a la hora de abordar cualquier proyecto vinculado al marketing y la publicidad se han multiplicado; aupar las necesidades reales de cada nuevo proyecto a la cima de la estrategia y olvidarse de nuestra, digamos, comodidad, es la mejor alternativa posible. O al menos eso creo.
Leo: “El 77% de los consumidores considera la publicidad targetizada ‘molesta'”. Lo leo en uno de esos insights que tanto se llevan y que se lanzan al ciberespacio así, como quien tararea una canción de Sinatra, tu-tu-tururú…
Lo que no me convence nada de este tipo de datos sueltos es que muchas veces sugieren cosas que no son. Dicen “El 77% de los consumidores considera la publicidad targetizada ‘molesta'” y dan a entender que la publicidad programática no funciona. O al menos, que no funciona del todo bien. Verán, el 100% de los consumidores considera la publicidad en televisión molesta. Y es la más cara, ya ven. No conozco a nadie que esté viendo una de esas pelis del gran Bill Murray que repiten siempre en Antena 3 y que celebre la interrupción de los -malditos- anuncios. “Antes era Mister Proper ahora se llama Don Limpio”. Pues qué bien, pero lo que realmente quiero es seguir viendo a Bill despertarse otra vez en el enésimo día de la marmota.
Tampoco conozco a nadie que esté escuchando un discazo en Spotify y sonría cuando en vez de la pista 3 le sueltan un “Hey, soy un anuncio…” La gente paga por Spotify Premium para evitarse ese “Hey…”.
El 77% de los consumidores considera la publicidad targetizada molesta, y la verdad es que eso no significa gran cosa. Puede indicar, más bien, que hay un significativo 23% que no la considera molesta. Que a casi uno de cada cuatro consumidores no le importa que le persigan los anuncios programáticos en el móvil o en el ordenador. Si lo pensamos bien y lo comparamos con los formatos publicitarios tradicionales, este dato resulta más bien extraordinario.
Mentalízate: tu marca favorita no va a salvar el mundo. En realidad, tu marca favorita solo tiene que ceñirse a la ley. Y a veces ni eso, a veces le vale con pagar la multa que sea.
Verás, y esto no es ningún secreto (aunque a veces lo parezca): las marcas se dedican a vender. Por eso, solo querrán salvar el mundo si eso les ayuda a vender más, cuanto más mejor. Por el momento a las marcas les vale con seguir haciendo un poco lo que les da la gana: llenándolo todo de plástico y cosas así. El del plástico es el mejor ejemplo: un material muchísimo más barato y más cómodo para las marcas que cualquier otro. Seguirán usándolo mientras les resulte mucho más rentable y sea completamente legal. It’s the economy stupid. Obviamente, desde un punto de visto macroeconómico el plástico no es en absoluto rentable: genera un montón de beneficios privados sí, pero también genera otro montón, muchísimo más grande, de problemas públicos.
Por poner un ejemplo, la marca de todas las marcas right now, Apple, ha demostrado con sus AirPods lo poco que le importa el medio ambiente. Como decían en Vice, “los AirPods son una tragedia”, un producto altamente contaminante que no cumple con ninguna de las cinco erres (reutilizar, reducir, reparar, reciclar y regular). En realidad Apple en sí mismo resulta exactamente lo contrario a esas cinco erres. La marca californiana lanza productos al mercado de manera permanente que están destinados a durar solo unos meses. Obsolescencia programada, lo llaman. Podrían hacerlo mucho mejor en ese sentido y en otros, claro, pero – paradójicamente – hacerlo mejor sería la peor decisión para su negocio. Y es todo así. La pregunta que se me ocurre a continuación es si entonces los consumidores le hemos dado la espalda a Apple. En absoluto (y me incluyo). Pero hay cientos de ejemplos más, desde P&G o Colgate hasta CocaCola o Pepsico. Las marcas se ciñen – más o menos – a la legislación vigente y si pueden aprovechar sus resquicios, sencillamente los aprovechan. En muchos sentidos, actúan de un modo similar a las personas, por eso decimos que hay muchas marcas pero que todas tienen su propia personalidad. Apple, sirva de nuevo de (trágico) ejemplo, factura en Irlanda por su régimen fiscal especial. A eso otro lo llama ingeniería fiscal.
Mi percepción, en términos generales, es que las multinacionales controlan muchas más cosas de las que particularmente podría ni siquiera llegar a imaginar, y que lo hacen siempre en su propio interés (el de sus accionistas, quiero decir). No les importa demasiado el planeta, ni les importa demasiado nada que sea ajeno a su cuenta de resultados. Desde este punto de vista, pensar que las marcas harán el papel tradicional de los Estados (o mejor aún, el de las personas) es bastante inocente.
Pero, mientras las leyes medioambientales se mueven de un modo exasperantemente lento (aunque la economía, ¡y el planeta!, pidan a gritos pasos adelante hacia el boom ecológico), algo parece estar cambiando en los consumidores, o al menos esa es mi percepción-barra-esperanza. La responsabilidad sobre lo que está pasando es fundamentalmente política (vuelvo a la privatización de los beneficios y a la socialización de los problemas), pero también es individual: no podemos esperar que ni el Estado ni mucho menos las multinacionales, hagan según qué cosas por nosotros. Debemos exigirlo, claro, pero también debemos asumir nuestra propia responsabilidad. A partir de ahí, mientras esperamos que los políticos y los lobbies de presión dejen de posponer lo inevitable (un nuevo paradigma económico marcado por el aprovechamiento de los recursos naturales y la sostenibilidad como eje central), cada uno de nosotros tiene que pensar, en cada acto de consumo, qué es lo que van a hacer las marcas con sus envases, con sus decisiones estratégicas y con su actos en general, cuando observen que volverse ecológicas les resultaría mucho más rentable que seguir haciendo exactamente lo que hacen.
Esta entrada no tiene nada que ver con el mítico disco de Supertramp, aunque podría porque en su portada sale un tipo bastante despreocupado tomando el sol en una silla de playa. El tema es serio: la OCU ha anunciado hace unas horas que dos cremas solares no cumplen con las especificaciones que anuncian y ha pedido su retirada inmediata del mercado.
Resulta aún más grave porque, además, ambos productos son protectores solares infantiles. Según la OCU estas dos cremas (de las marcas ISDIN y Bavaria) anunciaban un factor 50 cuando en realidad deberían quedarse en 15 y 30, respectivamente. Según El País “La OCU ha mandado a un laboratorio en el extranjero, del que guardan confidencialidad, como acostumbran, 17 cremas solares compradas en España en varios formatos” y en estas dos los resultados no han sido los esperados.
Al parecer, el Ministerio de Sanidad ha pedido más datos a la OCU porque consideran que su informe está incompleto. Sin embargo, esto no ha impedido que la OCU haga públicas sus conclusiones. Desde el punto de vista sanitario la cosa es muy grave. Por supuesto, para la reputación de las marcas también lo es (especialmente en el caso de ISDN, que sale peor parada y que además, basa su estrategia de marketing en valores relacionados con la investigación y la calidad).
ISDN ha sabido entenderlo y ha puesto en marcha un comunicado en sus redes sociales el que se defiende refiriéndose a estudios independientes (con muchas siglas que empiezan por ISO) que avalan sus factores de protección ampliamente. Desde la marca confirman que “pese a haber sido solicitado por ISDIN, la OCU no ha facilitado una copia del estudio en el que supuestamente se obtuvo un SPF inferior al indicado en el etiquetado del Producto por lo que ISDIN no ha podido verificar ni la metodología, ni la ejecución, ni la coherencia de los resultados de este estudio”.
Ahora, queda por ver cómo gestionarán las marcas afectadas los numerosos comentarios que, desde el minuto uno, han empezado a recibir en sus redes y cómo evolucionará esta grave crisis de reputación. Obviamente enfrentarse a una situación así no es nada fácil, pero ante una crisis de estas características quedarse callado no parece ninguna opción. Lo primero que ha hecho ISDN ha sido el comunicado “de toda la vida” pero una buena gestión de una crisis tan seria debería ir mucho más allá. En el mejor de los casos, y si son capaces de desmontar el informe de la OCU, podrían incluso salir reforzados, al menos a largo plazo. Eso siempre que lleven razón, claro.
Pero, ¿qué pasaría si se confirma que la crema tiene un factor por debajo del indicado? ¿Qué deberían hacer si finalmente retiran su crema del mercado? No lo sé. Las marcas suelen acabar pidiendo perdón y culpando al químico berlinés que, verán, marcó “A” donde debería haber marcado “B”. Gestionar una crisis cuando has metido la pata en un tema tan delicado es mucho más complicado. Los esfuerzos de la marca ahora estarán enfocados en defender la calidad del producto, pero harían bien en ir pensando en un plan B. No es fácil, hablamos de niños y salud, y supongo que no hace falta decir que los precios de producción de una crema con factor 50+ no son los mismos que los de una crema con factor 15. Obviamente, la credibilidad de ISDIN quedaría seriamente tocada.
Me resulta difícil tomar partido sobre si la OCU hace bien (o no) lanzando esta noticia a los medios a pesar de que el Ministerio de Sanidad haya calificado el informe de “incompleto”. Tampoco entiendo muy bien por qué esta misma organización no quiere hacer llegar dicho informe a las marcas afectadas. Entiendo que lo que está en juego es muy serio y que requiere actuar con urgencia pero, sin querer hacer de abogado del diablo, creo que las marcas, tienen también derecho a defenderse y lanzando una noticia así, sin que el Ministerio de Sanidad haya tomado una decisión concreta y sin haber dado opción a la marca a confrontar la información, este derecho se pone un tanto en entredicho.
La OCU ha afirmado que su estudio es completamente fiable, y que por eso se ha decidido a hacerlo público. La pregunta es: ¿fiable para quién?
Además de los seguidores que tiene nuestra comunidad, hay dos conceptos clave que necesitamos conocer bien a la hora de medir los resultados de nuestra actividad en las redes sociales: el alcance y la interacción. También es importante que tengamos claro la conveniencia de analizar por separado los resultados en los que hemos invertido en publicidad (paid) de los que se han alcanzado de manera orgánica, sin promoción económica.
Alcance
No hay que confundir el alcance de nuestras publicaciones con las impresiones. La primera métrica (alcance) se refiere al número de usuarios que han visto nuestras publicaciones y la segunda habla del número de veces que se ha mostrado (“imprimido”) una publicación. Por ejemplo, si por algún motivo un usuario ve un mismo post cinco veces, ese post sumará +1 en su alcance y +5 a sus impresiones.
Parece una obviedad decir que cuanto más alcance tengamos en nuestras publicaciones mejor, y así es como norma general aunque también hay excepciones: a veces se viralizan contenidos mal planteados (o que han escapado al control de la marca por el motivo que sea) y que acaban generando un gran alcance con un sentiment negativo que obviamente, se aleja de nuestros intereses. Aunque lo más razonable es pensar que cuanto más alcance mejor, es importante analizar bien las interacciones que han generado nuestras publicaciones para concluir si ese alcance nos ha servido realmente para alcanzar nuestros objetivos.
Interacción
Hay muchos tipos de interacciones y resulta clave definir bien cuál es el objetivo de cada una de nuestras acciones en redes para valorar si estamos acertando o no. ¿Buscamos conversación, conversión, alcance…? Es importante medir bien las interacciones y entrar al detalle de las mismas, podemos tener muchos comentarios o muchas reacciones pero necesitamos saber si su sentiment es positivo, negativo o neutro.
Estos son los tipos de interacciones que siempre intento medir, las vinculadas al engagement:
Reacciones / Me gusta Comentarios Compartidos / Retuits Y otra muy importante, vinculada (en líneas generales) a la conversión: los clics al enlace.
Hay otros clics (foto/vídeo, visitas a perfil, ver más…) que también resultan interesantes, pero el clic al enlace es, obviamente, una de las métricas más importantes porque significa que los usuarios han ido a dónde queríamos que fuesen: que hemos enviado tráfico a dónde queríamos enviarlo, vaya.
Destacar que en su apuesta por el vídeo Facebook ofrece un montón de métricas -al estilo de YouTube- vinculadas a este formato (reproducciones de más de 3 segundos, total de minutos reproducidos, etc…), que también resultan críticas si nuestra estrategia está vinculada a este formato.
Ratio de Engagement & Sentiment
El ratio de engagement es un valor que nos ayuda a extraer conclusiones relevantes sobre qué contenido funciona mejor y qué contenido funciona peor en nuestras redes. Su fórmula sería algo así como:
(Alcance / Interacciones) * 100
Aunque hay muchas teorías sobre qué fórmula es la más adecuada, particularmente me quedo con esta por su simplicidad. En realidad, habría que hablar de ratio de interacción, puesto que el resultado es el % de interacciones de los usuarios alcanzados con nuestro contenido. Como ya comentaba con anterioridad, es importante analizar si las interacciones han sido positivas o no. Existen herramientas muy precisas para communitys (Sprinklr, Falcon…) que ayudan a etiquetar las interacciones y conocer verdaderamente el sentiment de nuestra comunidad.
Vuelvo a recordarlo: a priori es bueno tener un gran ratio de engagement porque al fin y al cabo las redes sociales van de eso: de interactuar, pero que tengas mucha interacción no significa que esta sea necesariamente buena. Por eso, resulta fundamental analizar el sentiment de nuestras publicaciones. Muchas redes de marcas y empresas se han convertido en nuevos soportes de ATC (casi todas, en realidad), y descuidar estos aspectos es como pegarse un tiro en el pie.
¿Cómo conseguir los datos?
Aunque hay aplicaciones que nos ayudan a medir estos valores, lo más riguroso es usar los datos que podamos extraer desde la plataforma nativa. En las estadísticas (insights, Analytics) de Facebook, LinkedIn y Twitter encontraréis la opción de “Exportar datos“. Haciendo clic ahí, podéis seleccionar el periodo que queráis analizar (por ejemplo un mes), y descargar los datos en un css o excel para trabajar con ellos.
Para Instagram tendréis que buscaros un poco más la vida (y para Instagram Stories pues ya ni os cuento) y apoyaros en herramientas como Metricool, Hootsuite, Falcon o Social Bakers. Esta última en mi experiencia resulta especialmente buena para esto.
Algunas reseñas parecen estar escritas por robots. En realidad, puede que incluso lo estén. Ayer mismo leí una en Librotea sobre la historia de un tipo que abandona a su mujer -embarazada- junto a sus hijos pequeños para irse a vivir al bosque noruego. La reseña acababa celebrando que “otro modo de vida es posible”, que es una frase que suena muy bien pero que mal entendida, sirve para cualquier circunstancia. Resulta un poco como si después de leer, por ejemplo, A sangre fría, asintieses con la cabeza y murmurases para ti mismo “otro modo de vida es posible”… No tiene ningún sentido.
Pero resulta que hemos entrado ya en esa especie de espiral nada virtuosa en la que no sabemos si detrás de una pieza literaria se esconde la mano de la máquina (es un decir) o la del hombre, y parece que el proceso es imparable. Hemos entrado en esa nueva fase de la historia en la que lees una noticia, una reseña, un libro… y no acabas por decidirte sobre si la ha construido un algoritmo o es obra de un pésimo escritor (porque es sólo entonces cuando realmente se parecen). Estamos ante el momento de las audiencias como sustitutivos de las personas, de los censos políticos digitales que los partidos no dudan en aprovechar ¡sin que nadie ponga realmente el grito en el cielo! Vivimos en la era de los valores absolutos, en la que podemos reaccionar a los comentarios de los demás de cinco formas, pero de ninguna más: me gusta, lágrimas, corazón, me enfada y otra de la que sinceramente ya ni me acuerdo. Recibimos casi siempre la información que confirma nuestro punto de vista (no la que lo matiza ni mucho menos la que lo discute: la que lo confirma), escuchamos casi siempre la música que se parece a la que ya conocemos y acabamos diciendo exactamente lo que se espera que digamos. Occidente se está simplificando hasta el paroxismo (es una forma elegante de decirlo), y este proceso resulta especialmente peligroso para la libertad en sí misma y para la diversidad, en todas sus formas.
En la era del plástico, la cultura corre el riesgo de acabar convertida en un objeto desechable más: festivales, series, más series, dobles pantallas, triples pantallas. Importa muy poco lo que se está viendo-escuchando-¿sintiendo?; resulta mucho más importante la acción en sí misma que la intención y las piezas de arte acaban convertidas en objetos de consumo masivo, desposeídas de su singularidad.
El otro día me encontré ante una escena que hizo que me diese cuenta de golpe del valor de la cultura, de su importancia. Un tipo muy pobre estaba tocando el acordeón en la calle, de rodillas. Parecía sacado de una película y estaba entero cubierto de polvo. Era como si en su pobreza, se hubiese detenido en el tiempo. Tocaba su pequeño acordeón con una suavidad íntima mientras una hippie le observaba junto a su hijito, un niño regordete al que llevaba extrañamente vestido, con prendas como de California 1967 pero que parecían absurdamente caras. El niño sonreía atónito y la madre sonreía también con esa mueca orgásmica que sacude siempre a los hippies. El hombre, por supuesto, también sonreía. Yo los contemplaba desde la distancia, mientras esperaba el semáforo, y pensé entonces que para eso sirve exactamente el arte, en cualquiera de sus formas. Todo lo que nos aleja de la barbarie, todo lo que nos invita a ser más sensibles, más definitivamente abiertos de mente: todo eso tiene que ver con el arte. En parte, eso es lo que está en juego en esta nueva onda de dejar que los algoritmos nos enseñen el camino, incluso en lo cultural (¡sobre todo en lo cultural!). Lo aleatorio, el descubrimiento de nuevas formas de arte, la pérdida de tiempo (sí: la pérdida de tiempo) son hoy, quizá hoy más que nunca, valores extremadamente necesarios.
Artículo original publicado en La Escena el 4 de enero de 2019.
Todo lo que se pueda automatizar, se va a automatizar.
Escribe Manuel Vila en su poderosa novela Ordesa que “la vida de un hombre es, en esencia, el intento de no caer en la ruina económica.” Por eso, esta nueva entrada de la serie El futuro ya está aquí (en la primera entrevistaba a uno los grandes expertos nacionales en transformación digital, en la segunda construía un relato sobre la previsible no-muerte), es la más seria de todas: porque trata, precisamente sobre el futuro del trabajo.
El concepto mismo de “trabajo” está verdaderamente en entredicho. Principalmente hay dos corrientes de opinión: están los que predicen un futuro sin trabajo. Y están (estamos) los que vaticinan un futuro con nuevas formas de trabajo.
Un amigo muy cercano, que trabaja para una de las grandes consultoras I+D+i de España, me comentaba hace unos días que casi todas las dudas de sus clientes van encaminadas a conseguir cambiar trabajadores por máquinas.
“¿Qué quieres decir con casi todas?”, le pregunté.
“Pues el 90% de las consultas”, me respondió.
Después de una pausa que me pareció sobria y adecuada (que podría servir para meditar sobre ese 90% pero también para despedirse en un funeral), continuamos hablando sobre el futuro del trabajo y rápidamente mi amigo abordó su propia perspectiva: “lo que creo es que vamos hacia un mundo sin trabajo”, reconoció. “Las máquinas tendrán que pagar nuestros impuestos. No veo otra alternativa”.
Este primer escenario (el de un futuro sin trabajo) no es en absoluto descabellado: las máquinas acabarían haciendo todo el trabajo y los hombres se dedicarían a escribir poemas épicos, a beber vino en vasijas y, ¡yo qué sé!, a hacer el amor en agotadoras orgías. Un poco lo que sucedía entre las élites grecorromanas aunque cambiando esclavos por robots, claro.
Jeremy Rifkin es uno de los autores que más ha incidido en esta línea de pensamiento. A finales de siglo XX, publicó un ensayo llamado El fin del trabajo, en el que recogía gran parte de sus teorías y en el que vaticinaba “una nueva fase de la historia, en la que será necesario un número cada vez menor de trabajadores para producir los bienes y servicios requeridos por la población mundial”.
Sin embargo, la mayoría de los economistas desconfiaron de este argumentario y el tiempo (al menos de momento) les está dando la razón.
Los argumentos de Rifkin están basados en una concepción ciertamente limitada de “los bienes y servicios requeridos por la población mundial” pero la realidad en este sentido, es que los bienes y servicios requeridos por la población mundial en enero de 2019 pueden tener muy poco que ver con los requeridos en enero de 2038. Hasta la fecha, la irrupción de la tecnología en los distintos tipos de industrias siempre ha acabando dando lugar a un crecimiento de la demanda o aún más allá: a la creación de nuevas formas de demanda.
El ejemplo de la industria textil es quizá uno de los más paradigmáticos. Cuando en la década de 1760 aparecieron las primeras hiladoras mecánicas acelerando el proceso de hilado hasta cotas inimaginables hasta la fecha, los telares europeos ardieron. No es una forma de hablar, literalmente ardieron. Con estas nuevas máquinas en escena una sola persona podía realizar el trabajo de 3.000 trabajadores, y los trabajadores textiles se alzaron en una especie de rebelión. La situación vivió su momento álgido en Inglaterra, en 1811, cuando los llamados luddites (trabajadores textiles desempleados) intentaron destruir las nuevas máquinas en una revuelta histórica.
Sin embargo, la nueva demanda surgida a raíz de la irrupción de la tecnología en la industria textil creó una cantidad de puestos de trabajo absolutamente exponencial. Entre otros factores, el precio de las telas (mucho más fáciles de producir) se desplomó, generando un nuevo escenario que repercutió en la creación de millones de puestos de trabajo.
Pero esto no quiere decir que lo que sucedió con la industria textil a raíz de la Revolución Industrial vaya a suceder también ahora. Al fin y al cabo “rentabilidades pasadas no aseguran rentabilidades futuras”. Solo significa que no podemos pensar en los “bienes y servicios requeridos por la población mundial” de forma estática; resultan más bien una variable que se adapta a la realidad de cada época, y viceversa.
Por eso, mi punto de vista esta dentro del segundo gran grupo, el que predice que el 70% de los trabajos de los niños en edad escolar aún está por aparecer. Serán ocupaciones que a día de hoy, aún no existen. Pero serán. Según esta línea de pensamiento, más que hacia un mundo sin trabajo nos dirigimos hacia el fin del trabajo automatizado.
En este sentido, los trabajos que conocemos que seguirán estando presentes serán los que tengan que ver con la creación, con las emociones y/o con las personas: educadores, sanitarios, cineastas, fotógrafos, guionistas…
Esta es una de las pocas conclusiones que he sacado mientras estudiaba para escribir esta serie de artículos. Todo lo que se pueda automatizar, se va a automatizar. Transporte y trabajo, incluidos. Por eso, tal vez la verdadera pregunta sería qué puede automatizarse, y qué no.
Relato publicado el 29 de diciembre de 2018 en La Escena, para la serie “El futuro ya está aquí“.
“En este mundo solo hay dos cosas que podemos dar por seguras: la muerte y los impuestos.” Benjamin Franklin
Bienvenidos al futuro. Estamos en una cálida mañana de invierno de 2064 y Tim Dom -el único personaje ficticio que encontrarán en este relato- no está en absoluto contento. En realidad, está muy cabreado. Hace menos de un año, durante uno de sus habituales controles médicos de prevención, un robot de aspecto humanoide le diagnosticó un cáncer de colon que calificó como <<incurable>>. <<¿Qué quiere decir con incurable, Doctor?>>, preguntó Tim incrédulo.
<<Que es terminal, señor Dom.>> Respondió el androide con su voz aterciopelada. Al principio, Tim pensó que encontraría la manera de superarlo. A lo largo de toda su vida siempre se había salido con la suya. Sin embargo, ocho meses después, Tim Dom acababa de entender que esta vez no existía ninguna manera, que iba a morirse, y punto.
Entonces Tim Dom recordó a Ray Kurzweil de nuevo, y volvió a sentir como si un enorme cuchillo le estuviese atravesado las costillas.
Pero la parte de esta historia que nos interesa empieza en el año 2018, cuando Tim Dom era un joven brillante que acababa de doctorarse con honores en una de esas universidades anglosajonas que parecen castillos (porque en realidad lo son) y que salen siempre en las películas. Sus jardines lucen impecables y sus alumnos se mueven de un lado para otro con la seguridad y la gracia de los verdaderos elegidos.
Decir que Tim Dom era un joven excepcional es quedarse muy cortos. Cuando acabó su segundo doctorado -de nuevo con el mejor expediente de su promoción- fundó su propia compañía: una de esas start ups tan habituales por entonces, que, como ya habrán imaginado, resultó un auténtico éxito.
Tim Dom había conseguido desarrollar una herramienta extremadamente precisa que ayudaba a la industria a interpretar de manera muy eficaz datos relativos al consumo (aunque todo aquello ya no le interesara en absoluto). Como podrán imaginar, después de doctorarse por segunda vez como número uno y con un inicio tan prometedor en el mundo de los negocios, Tim tuvo innumerables ofertas de empleo. Sin embargo, rechazó cada una de ellas y no paró hasta conseguir fichar por una sub-compañía del buscador americano Google (en 2018, la mayoría de las personas aún se referían a Google como un buscador).
Había ofertas mejores para Tim Dom -incluso mucho mejores-, pero Tim quiso unirse a Google por un motivo muy concreto: allí trabajaría directamente en el proyecto Calico, junto a Ray Kurzweil.
En 2018, trabajar junto a Ray era lo único que verdaderamente podía despertar el interés de una mente tan extraordinaria como la de Tim Dom.
Casi veinte años atrás, en 1999, Ray Kurzweil – por entonces, un joven inventor estadounidense – había ganado la medalla nacional de Innovación y Tecnología, y doce años después, en 2011, había fichado por Google como Director de Ingeniería. Era uno de los grandes genios de su tiempo y a los pocos meses de entrar en Google ya había fundado una pequeña división interna llamada Calico (la misma a la que se incorporaría Tim) con un único objetivo: resolver el problema de la muerte.
Literalmente: “to solve death”. Sí. Por increíble que parezca, “resolver la muerte” era la principal motivación de Ray Kurzweil por entonces, y continuaría siéndolo durante el resto de sus días. En realidad, para muchas personas, la muerte se había convertido, desde principios de siglo (puede que incluso desde antes), en un problema mucho más técnico que filosófico, y Kurzweil -con un coeficiente intelectual similar al de Einstein- se había marcado incluso un plazo (un deadline, paradójicamente) para conseguirlo: el problema de la muerte estaría resuelto antes del año 2050.
Ray Kurzweil no era ni mucho menos el único genio que por entonces formulaba este tipo de teorías pero sí era uno de los más activos en la búsqueda de verdaderas respuestas y soluciones. Además de poner en marcha el proyecto Calico, Google había incorporado en 2009 a Bill Harris para dirigir la división de Google Ventures. Como Kurzweil, Harris era un firme creyente de la inminente llegada de un nuevo paradigma para la raza humana: el de la vida sin fin. Harris pensaba vivir, <<como mínimo, 500 años>>, aunque no lo consiguió.
En realidad, Kurzweil desarrolló un plan maestro, auspiciado por las grandes empresas de Silicon Valley y por personas como Harris, para conseguir ir ganándole terreno a la muerte. Cuando Tim Dom entró a formar parte de Calico, Kurzweil le explicó que más que buscar la inmortalidad, el primer objetivo de la compañía era evitar la muerte por vejez o enfermedad. “Comprar tiempo” de cara a la inminente llegada de la Singularidad: un nuevo paradigma que redefiniría los límites de los mundos biológicos y no-biológicos creando un nuevo orden en el que los humanos (al menos a los extremadamente ricos) alcanzarían la vida eterna. Por entonces, Kurzweil sabía que a muy corto plazo no podía encontrar soluciones definitivas para acabar con las muertes violentas o accidentales (por ejemplo, una mina que hace saltar un cuerpo humano por los aires) pero estaba convencido de poder avanzar lo suficiente como para alargar la vida de manera indefinida hasta escalar a una solución mayor: una solución que tendría que ver esencialmente con la tecnología (¿convertirnos en una especie de cyborgs? ¿Crear “copias de seguridad” de nuestras mentes? ¿Conectar nuestro córtex cerebral a la nube?…)
Ese momento definitivo, que estaba realmente cerca, sería el que Kurzweil definía como el de la Singularidad.
Las ideas de Ray Kurzweil eran visionarias y su figura la de un verdadero genio. Pensar en un loco subido a un banco con un eslogan apocalíptico garabateado en un cartón que se pasa el día gritándole a la muchedumbre consignas futuristas es exactamente lo opuesto a lo que representaba Ray. Vale, consumía más de cien píldoras al día para mantenerse joven, renovaba su sangre habitualmente y hacía ese tipo de cosas, pero si Tim Dom empezó a actuar como Ray al entrar en Google era porque estaba convencido de estar participando en el momento cumbre de la historia de la humanidad. Y Ray era el hombre clave en todo aquello.
Sin duda, en el Silicon Valley de principios de siglo XXI, un montón de personas pensaban de la misma manera que Ray y una cantidad asombrosa de recursos se destinaban al propósito de la inmortalidad (quiero decir, de la Singularidad) promovido por Kurzweil. Miles de millones de dólares se invertían cada año desde la meca de la tecnología californiana buscando una solución para lo único que, según la sabiduría popular, no la tiene.
Ray Kurzweil había creado incluso la Universidad de la Singularidad con el apoyo de medio Silicon Valley y también con el de la NASA, para generar un nuevo marco de conocimiento superior para lograr alcanzar la la vida eterna.
La única Gran Verdad estaba siendo desafiada (y estaba contra las cuerdas), y por supuesto, un hombre como Tim Dom tenía que formar parte de aquello. Pisar Marte era una broma comparado con lo que estaban haciendo allí. Seguramente por eso, a Tim ya no le interesaba verdaderamente nada más. En un par de meses junto a Ray, Tim se había convencido de que la muerte por enfermedad no entraba ya dentro de sus posibilidades. Por eso, se volvió cuidadoso hasta lo enfermizo. Como Ray, Tim estaba permanentemente monotorizado, sometido a una dieta estricta y no hacía nada ni remotamente arriesgado. Por supuesto, las autotransfusiones, los reconocimientos médicos y todo tipo de tratamientos antiedad formaban parte de su rutina diaria.
En realidad, la fascinación de Tim hacía la Singularidad surgió en el último curso de Universidad, mientras ultimaba la start up que antes de acabar de nacer ya había dejado de interesarle. Casi por casualidad, Tim había conocido a Aubrey De Grey en Cambridge. De Grey era una especie de científico loco que trabajaba esencialmente en la reparación de los tejidos orgánicos y Tim sintió rápidamente un profundo interés por el tema.
De Grey era autor de la obra La teoría del envejecimiento de los radicales libres mitocondriales y había estudiado en los mismos pasillos que Tim. Aubrey De Grey llamó poderosamente la atención de Tim por sus obras e investigaciones pero, para ser sinceros, había en él algo más. Cuando Tim conoció a De Grey en la Universidad, el doctor tenía unos 55 años pero sólo aparentaba treinta, puede que incluso menos.
Era una persona excéntrica, con el pelo y la barba exageradamente largos y una mirada un tanto neurótica, pero su discurso resultaba de lo más coherente y parecía la prueba viviente de que sus propias teorías resultaban posibles. Los estudios sobre el tejido humano de De Grey habían identificado los siete tipos de daños distintos causados por el envejecimiento que deberían ser reparados médicamente para alcanzar una esperanza de vida indefinida.
De Grey habló con Tim Dom sobre esa “esperanza de vida indefinida” y la definió como muy real y también como muy cercana. Además, identificó a Kurzweil como el gran referente mundial. <<Si alguien puede ayudarnos a conseguirlo>> dijo, <<es él.>> Tim empezó a frecuentar cada vez la sala de investigación del doctor De Grey y acabaron conectando de un modo cada vez más evidente; Tim empezó a estudiar la gerontología a fondo y rápidamente destacó también en aquella materia. Cuanta más información recibía, más fascinado se sentía. La pregunta de si verdaderamente era posible vivir para siempre, empezó a perseguirlo. Pronto, acabó dando por sentado que la respuesta era que sí, que el ser humano conseguiría alcanzar la inmortalidad. En realidad, concluyó, la verdadera pregunta no era tanto si se podría vivir eternamente o no, era más bien si él mismo conseguiría llegar vivo al momento de la Singularidad.
Sin conocerlo personalmente, Tim Dom ya empezaba a pensar en los mismos términos que Ray Kurzweil.
El contacto con De Grey fue el germen de la fascinación de Tim por las ideas de Ray Kurzweil. El propio De Grey mantenía un estrecho vínculo con Kurzweil y acabaría formando parte de la Universidad de la Singularidad. Kurzweil era el genio que, con solo 17 años, en la década de los sesenta, construyó la primera computadora capaz de componer música. El ingeniero e inventor que diseñó el primer software capaz de hacer leer a una máquina en voz alta y también el científico que creyó ser capaz de resolver el problema de la muerte. De Grey era el doctor capaz de darle un enfoque orgánico a las ideas de Ray, más interesado en alcanzar la inmortalidad por la vía tecnológica. De Grey era, por así decirlo, la alternativa humana, la esperanza de no lograr alcanzar solo la inmortalidad sino también la juventud eterna. En medio de ambos, se encontraba el joven y brillante Tim Dom, dispuesto a no morirse nunca.
Pero ahora ya sabe que se equivocaba.
Bienvenidos -de nuevo- al futuro. Estamos en una cálida mañana de invierno de 2064 y Tim Dom está muy cabreado: tiene un cáncer terminal y acaba de asumir que va a morirse. Lo hará solo, en una casa que parece un jodido búnker (de hecho tiene uno subterráneo) y después de haber pasado los últimos 45 años con miedo a cruzar la calle.
Tim piensa en su viejo amigo Ray Kurzweil, y no puede sentir más que ira.
“En el principio partimos de una visión del flamenco desde el silencio, la nada… hacia otro lado, que es un sitio oscuro pero al mismo tiempo lleno de color. Como un viaje entre el paraíso y el infierno.”
Aún hoy, en un mar axfisiado por contenidos algorítmicamente similares, seguimos encontrando oxígeno. Creaciones que consiguen que lances tu teléfono por la ventana y te pongas a aplaudir o a gritar olé con toda tu alma, olvidándote de lo ridículo que puedes resultar siendo del norte.
Impulso es una de esas cosas tan mágicas que te reconcilian con el ser humano. En días de automatismos y discursos escrupulosamente pensados, acudir al flamenco, usarlo como bandera o kit de rescate, es casi como apagar las luces y empezar a respirar.
Hay un debate existencial detrás de la verdad que la bailaora Rocío Molina refleja en el documental de Emilio Belmonte. Rocío Molina retuerce la inspiración y se arriesga tanto que asusta. Rocío sitúa la creación en el centro de todo, trasgrede los límites y es totalmente capaz de acarrear con ello. Tiene 32 años y hacer las cosas así no es ninguna broma, hay gente que enloquece por mucho menos.
El documental de Belmonte (¡qué apellido!) bordea (pero no esconde) las tensiones internas que provocan las exigencias creativas de la bailaora. Su banda se ve empujada a lo contrario de la comodidad, que en este caso no es la incomodidad: es lo novedoso. La comodidad sería lo antiguo, eso que ya sabías o que ya has hecho; la comodidad es bailar ese paso en ese momento en el que entran las palmas y no salirte mucho de ahí. El público parisino lo va a flipar igual, ¿a quién coño le importa? Pero Rocío Molina quiere recuperar “la genialidad de la primera vez”, quiere sentir lo que sintió la primera vez que bailó por soleá con diecisiete años, romper esa melancolía que nos sacude cuando rememoramos la infancia: alcanzar la ilusión que todo nos causaba por entonces.
Oyes como lo dice y te duele, claro. Porque hay una verdad absoluta en ello. Porque en el fondo te está diciendo que eres un cobarde, te lo dice a ti y se lo dice a todos. No es un reproche. Es una madre dispuesta a sacrificarse por todos. Y eres un cobarde porque tú también podrías. En tu realidad. A tu manera. Recuperar la ilusión, la frescura, la autenticidad. Perder el miedo, hablar de verdad, bailar de verdad, escribir de verdad, hacer lo que sea, pero hacerlo de verdad. Sacudir el miedo que se te ha ido acumulando en los hombros durante años y años desde el día en que un niño se rió de ti por como pronunciabas la erre.
Artículo original publicado el 13 de diciembre de 2018 en LaEscena
Según Elon Musk, las regulaciones y las leyes en todo lo relacionado con la Inteligencia Artificial deberían estar entre los puntos calientes de la agenda de cualquier Estado moderno. Por supuesto, esta idea también la hace extensible a la ONU, a la Unión Europea y al resto de organismos de cooperación entre naciones.
El líder de SpaceX y Tesla (al que, por cierto, todos sus empleados parecen querer acariciar) es una de las grandes figuras de lo que llevamos de siglo XXI. No hace falta decir que Musk no debería tener ningún interés en disparar falsas alarmas en torno a los avances de la Inteligencia Artificial. Al fin y al cabo, su actividad tiene que ver exactamente con el desarrollo de nuevas tecnologías que están íntimamente ligadas a ella. Sin embargo, Elon Musk no duda en advertir a los gobiernos de un riesgo que considera evidente. Y la de Musk no es la única voz de una mente especialmente brillante que ha exigido acción legislativa en lo relativo a esta materia. Hasta ahora, uno de los más críticos con la falta de leyes al respecto, fue el popular astrofísico británico Stephen Hawking, recientemente fallecido. Uno de sus titulares más célebres fue el que dejó en la portada del Times.
“Con la Inteligencia Artificial no habrá una segunda oportunidad”
En un escenario en el que las referencias a Black Mirror resultan casi obligadas, encontrarse con Jonathan Escobar es como encender la luz en una peli de miedo. No quiero entreteneros con detalles de un currículum que impresiona, ni incidir en el background de Escobar (para eso está LinkedIn), pero sí diré que en mi opinión, Jonathan es una de las escasas voces verdaderamente autorizadas en nuestro país para valorar qué podemos esperar del futuro y qué significa verdaderamente la transformación digital.
Gracias a Oviedo Emprende, pudimos oírle hablar casi cuatro horas sobre las claves para entender el futuro.
Aclaración: a partir de aquí sucede una especie de ficción. Encontrarán algo así como una entrevista basada en hechos reales. Mi editor diría que estoy reinventando los límites de la entrevista formal. Mi madre que le estoy echando un poco de cara.
Como Musk, Escobar tiene claro que los Estados no están a la altura de las circunstancias. “Los Estados están legislando en función de los acontecimientos”, apunta. “Si tenemos que esperar a que los patinetes eléctricos provoquen víctimas mortales para que los gobiernos valoren crear leyes al respecto, ¿qué podemos esperar en relación a la Inteligencia Artificial? Incluir la ética en la Inteligencia Artificial resulta clave, porque los problemas que plantea este nuevo escenario son problemas fundamentalmente éticos, filosóficos… Si un coche autónomo tiene que decidir a quién matar, ¿en base a qué decidiría? Los Estados están perdidos en esta materia. En la última gran cumbre a la que acudí sobre Inteligencia Artificial sólo había representantes del gobierno de dos países. China e Israel.”
Pregunta: ¿China e Israel?
Respuesta: Así es. Hay que entender que ahora mismo estamos en el inicio de una Revolución Tecnológica que es completamente exponencial. En los próximos años habrá 3.500 millones de personas más conectadas a Internet, esto hace un total de unos 8.000 millones de internautas. Los procesadores serán infinitamente más potentes gracias a una nueva forma de entender la computación basada en las teorías cuánticas y habrá otros grandes avances, como la red 6G, que permitirán manejar y conectar cantidades ingentes de datos en segundos.
Escobar continúa la charla. Es jóven pero se ve que está curtido en mil ponencias. Se ha ganado el respeto de todos los asistentes con un aluvión de información de lo más relevante. Nos cuenta que otras dos claves para acercarse al futuro apuntan hacia la nanotecnología y, por supuesto, hacia la Inteligencia Artificial. También aclara qué actores están detrás del cambio. “Son las grandes empresas las que lideran el nuevo paradigma, y, como decía, los gobiernos van muy por detrás. Las start ups están asumiendo roles característicos de las grandes multinacionales, y las grandes multinacionales empiezan a incorporar ciertos matices propios de los Estados.”
Cuando le pregunto por el papel de los Estados en este nuevo orden se encoge de hombros. Se nota que le preocupa la imagen estereotipada de los robots y el miedo que generan y vuelve a dar ciertas acotaciones: “en muy pocos años todas las tareas operativas correrán a cargo de las máquinas. Actualmente rondan ya el 30% pero en 2050 las tareas operativas serán realizadas al 100% por las máquinas. Los humanos tenemos que ser capaces de adaptarnos a este nuevo paradigma”, repite mucho esta idea. “Y no perder de vista que, por ejemplo, el país europeo con más robots, que es Alemania, es también que menos desempleo tiene.”
Pregunta: ¿Por qué tememos entonces a los robots?
Respuesta: Los robots trabajan con objetivos y para cumplir sus objetivos valoran todo tipo de soluciones. Si para encontrar la mejor solución tú sobras, el robot te va a eliminar. Es así de sencillo y es así de complejo. Por eso es tan importante incorporar la ética al mundo de la Inteligencia Artificial. Las máquinas lo hacen todo muy rápidamente y adquieren nuevos conocimientos de manera exponencial. Con la Inteligencia Artificial incluso estando apagados, los robots continúan aprendiendo. Todo esto, si no se explica bien, asusta.”
Pregunta: Un segundo, ¿qué quieres decir con que incluso estando apagados adquieren nuevos conocimientos?
Respuesta: En el caso de los coches autónomos, por ejemplo, cuando se produce un nuevo escenario que afecta a una unidad, el aprendizaje afecta a todos los coches autónomos porque están conectados entre sí. Imagínate que sale una ardilla en una carretera nacional y el coche circula a 70 por hora, el coche autónomo aprende de esta situación ‘globalmente’. ‘¿Qué decisión ha tomado?’ ‘¿Ha sido la más adecuada?’ El aprendizaje es instantáneo para todos los coches autónomos del mundo porque están conectados. Lo mismo pasa con otro tipo de máquinas y robots.
Creo que Escobar nota algo parecido al miedo en los ojos del auditorio porque decide darnos un respiro. “Mirad, recientemente he estado en la sede central de Amazon y he visto sus planes estratégicos para los próximos años. Incluyen todo. Y me refiero a todo. Es una empresa increíblementeambiciosa. En 10 o 15 años quiere ser los líderes en todos los mercados que existen con su marca blanca. Insisto: en todos. Particularmente le tengo más miedo a Amazon que la Inteligencia Artificial.”
Sinceramente, no sé si lo dice en serio. No importa.
Jonathan habla mucho sobre las empresas que lideran el cambio de paradigma, desde Apple hasta Inditex; desde Walt Disney-Pixar a Netflix. Se extiende en el ámbito empresarial, en la nueva cultura de trabajo y en cómo deben redefinirse las organizaciones para estar preparadas para lo que viene, pero ¿qué es lo que viene?
“Ahora mismo vivimos en un mundo muy poco conectado”, asegura, y entonces todos hacemos algo así como ¡¿qué?! “Sí.” Continúa, “si lo comparamos con lo que está por venir, estamos muy muy poco conectados. Con la nanotecnología, por ejemplo, y con todos los avances que sucederán… podremos estar conectados a un nivel hasta ahora inimaginable. Los cambios son tan tremendos que tenemos que estar preparados para cualquier cosa: 3.500 millones de personas más conectadas a Internet, 3.500 millones de mentes más para aportar creatividad e ideas. Inteligencia Artificial. Nanotecnología… No me gusta jugar a hacer de adivino, pero creo que, sin duda, aparecerán ‘Cisnes Negros’” (sucesos totalmente inesperados que tienen un gran impacto en la historia de la humanidad) “que configurarán nuestro futuro y que, por definición, no podemos ni prever, ni imaginar.”
Pregunta: ¿Qué les decimos entonces que estudien a nuestros hijos?
Respuesta: A mis hijos no les animaría a estudiar ninguna disciplina concreta porque la inteligencia va a residir en las máquinas. Tendrán que ser capaces de utilizar las máquinas para sus propósitos. En eso me centraría. También en mejorar sus competencias en cuanto a Inteligencia Emocional y adaptabilidad. Pero voy más allá. Nosotros mismos tenemos que ser conscientes e interiorizar el hecho de que en cinco años podríamos estar trabajando en algo que ni siquiera conocemos. Necesitamos perder el miedo a la tecnología y usarla.
Nota de autor: Esta “entrevista” no es en absoluto real. Está basada en las partes que más me interesan de la espectacular conferencia “Claves para afrontar la Transformación Digital” que Jonathan Escobar ofreció para Oviedo Emprende el miércoles 11 de diciembre de 2018 en el Talud de la Ería, en Oviedo. Aunque las respuestas y algunos comentarios aparecen entrecomillados y atribuidos al propio Jonathan, pueden estar (y de hecho lo están) completamente transformados por el autor.