Mentalízate: tu marca favorita no va a salvar el mundo. En realidad, tu marca favorita solo tiene que ceñirse a la ley. Y a veces ni eso, a veces le vale con pagar la multa que sea.
Verás, y esto no es ningún secreto (aunque a veces lo parezca): las marcas se dedican a vender. Por eso, solo querrán salvar el mundo si eso les ayuda a vender más, cuanto más mejor. Por el momento a las marcas les vale con seguir haciendo un poco lo que les da la gana: llenándolo todo de plástico y cosas así. El del plástico es el mejor ejemplo: un material muchísimo más barato y más cómodo para las marcas que cualquier otro. Seguirán usándolo mientras les resulte mucho más rentable y sea completamente legal. It’s the economy stupid. Obviamente, desde un punto de visto macroeconómico el plástico no es en absoluto rentable: genera un montón de beneficios privados sí, pero también genera otro montón, muchísimo más grande, de problemas públicos.
Por poner un ejemplo, la marca de todas las marcas right now, Apple, ha demostrado con sus AirPods lo poco que le importa el medio ambiente. Como decían en Vice, “los AirPods son una tragedia”, un producto altamente contaminante que no cumple con ninguna de las cinco erres (reutilizar, reducir, reparar, reciclar y regular). En realidad Apple en sí mismo resulta exactamente lo contrario a esas cinco erres. La marca californiana lanza productos al mercado de manera permanente que están destinados a durar solo unos meses. Obsolescencia programada, lo llaman. Podrían hacerlo mucho mejor en ese sentido y en otros, claro, pero – paradójicamente – hacerlo mejor sería la peor decisión para su negocio. Y es todo así. La pregunta que se me ocurre a continuación es si entonces los consumidores le hemos dado la espalda a Apple. En absoluto (y me incluyo). Pero hay cientos de ejemplos más, desde P&G o Colgate hasta CocaCola o Pepsico. Las marcas se ciñen – más o menos – a la legislación vigente y si pueden aprovechar sus resquicios, sencillamente los aprovechan. En muchos sentidos, actúan de un modo similar a las personas, por eso decimos que hay muchas marcas pero que todas tienen su propia personalidad. Apple, sirva de nuevo de (trágico) ejemplo, factura en Irlanda por su régimen fiscal especial. A eso otro lo llama ingeniería fiscal.
Mi percepción, en términos generales, es que las multinacionales controlan muchas más cosas de las que particularmente podría ni siquiera llegar a imaginar, y que lo hacen siempre en su propio interés (el de sus accionistas, quiero decir). No les importa demasiado el planeta, ni les importa demasiado nada que sea ajeno a su cuenta de resultados. Desde este punto de vista, pensar que las marcas harán el papel tradicional de los Estados (o mejor aún, el de las personas) es bastante inocente.
Pero, mientras las leyes medioambientales se mueven de un modo exasperantemente lento (aunque la economía, ¡y el planeta!, pidan a gritos pasos adelante hacia el boom ecológico), algo parece estar cambiando en los consumidores, o al menos esa es mi percepción-barra-esperanza. La responsabilidad sobre lo que está pasando es fundamentalmente política (vuelvo a la privatización de los beneficios y a la socialización de los problemas), pero también es individual: no podemos esperar que ni el Estado ni mucho menos las multinacionales, hagan según qué cosas por nosotros. Debemos exigirlo, claro, pero también debemos asumir nuestra propia responsabilidad. A partir de ahí, mientras esperamos que los políticos y los lobbies de presión dejen de posponer lo inevitable (un nuevo paradigma económico marcado por el aprovechamiento de los recursos naturales y la sostenibilidad como eje central), cada uno de nosotros tiene que pensar, en cada acto de consumo, qué es lo que van a hacer las marcas con sus envases, con sus decisiones estratégicas y con su actos en general, cuando observen que volverse ecológicas les resultaría mucho más rentable que seguir haciendo exactamente lo que hacen.