Artículo para La Escena.
“En el principio partimos de una visión del flamenco desde el silencio, la nada… hacia otro lado, que es un sitio oscuro pero al mismo tiempo lleno de color. Como un viaje entre el paraíso y el infierno.”
Aún hoy, en un mar axfisiado por contenidos algorítmicamente similares, seguimos encontrando oxígeno. Creaciones que consiguen que lances tu teléfono por la ventana y te pongas a aplaudir o a gritar olé con toda tu alma, olvidándote de lo ridículo que puedes resultar siendo del norte.
Impulso es una de esas cosas tan mágicas que te reconcilian con el ser humano. En días de automatismos y discursos escrupulosamente pensados, acudir al flamenco, usarlo como bandera o kit de rescate, es casi como apagar las luces y empezar a respirar.
Hay un debate existencial detrás de la verdad que la bailaora Rocío Molina refleja en el documental de Emilio Belmonte. Rocío Molina retuerce la inspiración y se arriesga tanto que asusta. Rocío sitúa la creación en el centro de todo, trasgrede los límites y es totalmente capaz de acarrear con ello. Tiene 32 años y hacer las cosas así no es ninguna broma, hay gente que enloquece por mucho menos.
El documental de Belmonte (¡qué apellido!) bordea (pero no esconde) las tensiones internas que provocan las exigencias creativas de la bailaora. Su banda se ve empujada a lo contrario de la comodidad, que en este caso no es la incomodidad: es lo novedoso. La comodidad sería lo antiguo, eso que ya sabías o que ya has hecho; la comodidad es bailar ese paso en ese momento en el que entran las palmas y no salirte mucho de ahí. El público parisino lo va a flipar igual, ¿a quién coño le importa? Pero Rocío Molina quiere recuperar “la genialidad de la primera vez”, quiere sentir lo que sintió la primera vez que bailó por soleá con diecisiete años, romper esa melancolía que nos sacude cuando rememoramos la infancia: alcanzar la ilusión que todo nos causaba por entonces.
Oyes como lo dice y te duele, claro. Porque hay una verdad absoluta en ello. Porque en el fondo te está diciendo que eres un cobarde, te lo dice a ti y se lo dice a todos. No es un reproche. Es una madre dispuesta a sacrificarse por todos. Y eres un cobarde porque tú también podrías. En tu realidad. A tu manera. Recuperar la ilusión, la frescura, la autenticidad. Perder el miedo, hablar de verdad, bailar de verdad, escribir de verdad, hacer lo que sea, pero hacerlo de verdad. Sacudir el miedo que se te ha ido acumulando en los hombros durante años y años desde el día en que un niño se rió de ti por como pronunciabas la erre.