Puede que ahora esté en sus horas más bajas pero si digo que Mark Cavendish sigue siendo un fuera de serie no descubro nada nuevo. Pase lo que pase, el ciclista de la Isla de Man forma parte de la historia del ciclismo para siempre.
Cavendish, que acaba de anunciar un “descanso” forzado por una mononucleosis -que ha levantado todo tipo de comentarios, por cierto- lleva más de un año de mal en peor. No ha podido participar en el último Tour por culpa de una lesión y además ha estado involucrado en algunas de las peores caídas que hemos visto últimamente (especialmente dos: la del polémico sprint con Sagan en Francia que le obligó a retirarse del Tour 2017 y el terrorífico accidente en la Milán San Remo de este año que podía haberle apartado del ciclismo de por vida).
Caídas, lesiones y enfermedades que han alejado a Mark Cavendish de su nivel habitual y que han frenado un objetivo que al inicio de la pasada temporada parecía ciertamente accesible: convertirse en el corredor con más victorias en la historia del Tour de Francia. Cavendish es el segundo corredor que más etapas ha logrado ganar en la ronda gala -tiene la friolera de 30. El número uno, “El Caníbal” Merckx -¿quién si no?- logró 34.
Hace unos meses la revista Volata editó un especial sobre sprinters lleno de tipos que rezuman testosterona y meten la cabeza a codazos donde nadie más querría estar. Entre todos esos ciclistas rudos como purasangres había uno que se llevaba gran parte de la atención: Mark Cavendish.
El británico aparecía señalado como el mejor sprinter de la historia -aunque particularmente no creo que este tipo de comparaciones verdaderamente funcionen, cada época tiene sus particularidades y quién sabe qué habría pasado si hubiesen coincidido en los mismos años de profesionalismo Cavendish y Cipollini. Lo único que podemos intuir es que algo hubiese acabado roto, eso seguro.
En aquel número de Volata, también le hicieron una entrevista muy buena al corredor británico con un titular de lo más inspirador “Si dices siempre la verdad, nunca tienes que preocuparte“, o algo así. De todos modos, lo que más me llamó la atención fue lo que Cavendish contó sobre su salto al profesionalismo. Normalmente este tipo de entrevistas no se detienen mucho en los inicios de los ciclistas de este nivel porque suelen resumirse con aquella filosofía castiza que sintetizó a las mil maravillas Luis Aragonés en la Selección Española de Fútbol: “ganar ganar y ganar”.
Son corredores que están muy por encima del resto, que despuntan desde muy jóvenes y que, hasta llegar a la alta competición, sencillamente arrasan. Una vez convertidos en profesionales las pasan más o menos canutas – la adaptación a veces no es fácil – pero lo cierto es que si acabamos hablando de ellos, sin son “portada de revista”, es porque han vuelto a barrer a todos los que se han cruzado en su camino. O a casi todos.
Pero con Mark los inicios fueron un poco otra historia.
Empezó en la bicicleta muy joven y llamó la atención de todos porque ganaba casi siempre y con mucha facilidad. Hasta aquí, lo previsible en este tipo de casos. Pero Mark apareció justo en el momento en el que el ciclismo despuntaba en Inglaterra, con una Selección altamente tecnificada que sería el germen del poderoso Sky y que contaba con un centro neurálgico de operaciones en Manchester con un velódromo incluido que estaba – que está – preparado para todo tipo de pruebas. Entre otras cosas, allí decidían con mucha precisión quién valía y quién no para el profesionalismo.
Con quince o dieciséis años, la Federación Inglesa de Ciclismo llamó a Cavendish porque querían hacerle unas pruebas. Querían saber hasta dónde podría llegar verdaderamente en el mundo del ciclismo. Un par de semanas después de aquella llamada, Mark se presentó en Manchester, con sus edificios de ladrillo y sus fábricas y su música Brit Pop y sus clubs de fútbol y sus cortes de pelo, e hizo, básicamente, lo que le mandaron: pedalear.
Le llenaron de cables, tubos y sensores. Le sacaron sangre. Le hicieron mear en asépticos recipientes de plástico. Le pesaron, le midieron, le volvieron a pesar y le volvieron a medir. Tomaron todo tipo de medidas fisiológicas y las registraron en sus ordenadores. Le hicieron todos los test que se pueden hacer, o casi. Y metieron todos los datos en sus ordenadores. Pruebas de estrés, pruebas de esfuerzo, pruebas de todo lo que se te ocurra. Metieron todos esos datos en sus ordenadores y dejaron trabajar a los algoritmos.
Por supuesto, llegaron a una conclusión infalible: Cavendish no servía. No había discusión posible con unos valores como aquellos: el corredor se quedaría en un plufff. Estuvo bien mientras duró pero el chico no vale. Y se lo comunicaron, como quien informa a un paciente de que el bulto es un tumor maligno.
Dieciséis años y adiós Selección Inglesa, adiós olimpiada, adiós Mundial y, por supuesto, adiós Tour de Francia. Los datos habían hablado: la exitosa carrera de Mark Cavendish había acabado antes de empezar. Como mucho sería un ciclista más: un buen pistero, un buen lanzador, un buen compañero de habitación.
Pero Cavendish decidió ignorar a los Dioses, quiero decir a los Datos. Sencillamente recogió sus cosas, dijo hasta luego y volvió a la Isla de Man. Quizá masculló un que les den pol culo, por el camino porque los sprinters – los de verdad – dicen cosas como esas.
Y el resto es historia.
Vivimos tiempos extraños. Bonitos, a su manera, pero también extraños. Son tiempos en los que se apela sistemáticamente a los datos para justificar todo tipo de decisiones. Tiempos en los que tendemos a pensar que el Big Data puede predecir el futuro con total exactitud. Y por supuesto que ayuda, pero sencillamente no puede. Una discusión se cierra rápidamente con un vistazo al teléfono, con una consulta en Google o en Wikipedia, y quizá por eso tendemos a pensar que las cosas – incluso las más complicadas, incluso las que afectan a las decisiones de los seres humanos – pueden predecirse rápidamente y sin matices. Con facilidad.
El factor humano es aleatorio y en cierto modo genial, y tiende a cambiarlo todo. Confiar exclusivamente en los datos y en la estadística, por muy valiosas que sean sus herramientas – ¡que lo son! – es un grave error que cada día comenten más organizaciones, o al menos esa es mi percepción. Lo curioso del asunto es que, a diferencia de lo que tendemos a pensar, el presente está absolutamente condicionado por la percepción que tenemos del futuro. Solemos dar por hecho que lo que hacemos hoy es lo que da forma al mañana pero, en realidad, es la idea que tenemos del futuro lo que condiciona la actualidad. Esto es relevante: si Mark Cavendish hubiera atendido a la razón y a los datos, hubiera vuelto a su casa y se habría puesto a estudiar, yo que sé, ¡matemáticas!
Pero decidió no confiar excesivamente en aquellos datos – por muy objetivos que fuesen – y seguir a lo suyo. Y Cavendish consiguió “cambiar” su propio futuro. Y diría que ese es precisamente el factor humano, imposible de medir.