Cada vez que acudo a foros sobre movilidad sostenible me encuentro con que la inmensa mayoría de los ponentes pertenecen al lobby del automóvil. El debate acaba girando entonces en torno al coche eléctrico, dando por sentado de manera tácita que coche eléctrico y movilidad sostenible son exactamente lo mismo. Pero la verdad es que no lo son. No lo son ni de lejos.
Cuando hablamos del boom de la movilidad sostenible en Europa tendemos a pensar que el coche ha perdido terreno. Pero no es cierto.
Según Greenpeace, en Europa hay hoy un 25% más de coches que en el año 2.000 (que son unos 270 millones de automóviles más, en cifras).
Se estima que el tráfico rodado, citando la misma fuente, provoca unas 400.000 muertes prematuras al año sólo en Europa, y que es la causa del 30% de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Lo que hay que entender para abarcar este tema es que cuando hablamos de planes de movilidad sostenible, o de cerrar el centro de las ciudades a los coches, no estamos promoviendo caprichosamente una forma de movilidad contra otra. Estamos, más bien, anteponiendo la emergencia climática y la salud de las personas a un modelo de movilidad que no es sostenible, que es poco democrático, que causa miles de muertes al año, que empeora drásticamente la calidad de vida de las personas y que, sencillamente, no puede dar más de sí.
La Comisión Europea señaló el 22 de septiembre como el Día Sin Coche, un guiño que lógicamente no es suficiente porque la movilidad en Europa sigue totalmente centrada en el coche. Se necesitan planes radicales de movilidad sostenible que vayan acompañados de fondos e infraestructuras. Un ejemplo, si sustituyes una vía de doble carril para automóviles por otra con un tranvía central y un carril bici de doble sentido, ocupando el mismo espacio, movilizarás ¡diez veces más viajeros!
Se estima que a finales de siglo el 80% de la población mundial viva en ciudades. Cómo gestionemos la movilidad en esas ciudades es verdaderamente clave para revertir la crisis climática.
Cuando alguien se queja porque se han reducido plazas de aparcamiento drásticamente, o porque tiene restricciones al tráfico en su ciudad, su queja no es objetiva. “Esto no va de promover un modelo de movilidad porque nos guste mucho montar en bicicleta”, como advirtió acertadamente la alcaldesa de París al presentar su ambicioso plan de movilidad sostenible, que está llenado la capital de Francia de infraestructuras enfocadas a la bici. Existe un problema extremadamente grave (la emergencia climática) que hay que abordar sin demora, y existen también una serie de problemas sanitarios derivados de la polución que también tienen que ser atajados.
Sustituir el humo por la pedaladas y el hormigón por los árboles no responde al capricho de unos pocos, responde más bien a todo lo contrario, al más maravilloso de los bienes: al bien común.
Puede que ahora esté en sus horas más bajas pero si digo que Mark Cavendish sigue siendo un fuera de serie no descubro nada nuevo. Pase lo que pase, el ciclista de la Isla de Man forma parte de la historia del ciclismo para siempre.
Cavendish, que acaba de anunciar un “descanso” forzado por una mononucleosis -que ha levantado todo tipo de comentarios, por cierto- lleva más de un año de mal en peor. No ha podido participar en el último Tour por culpa de una lesión y además ha estado involucrado en algunas de las peores caídas que hemos visto últimamente (especialmente dos: la del polémico sprint con Sagan en Francia que le obligó a retirarse del Tour 2017 y el terrorífico accidente en la Milán San Remo de este año que podía haberle apartado del ciclismo de por vida).
Caídas, lesiones y enfermedades que han alejado a Mark Cavendish de su nivel habitual y que han frenado un objetivo que al inicio de la pasada temporada parecía ciertamente accesible: convertirse en el corredor con más victorias en la historia del Tour de Francia. Cavendish es el segundo corredor que más etapas ha logrado ganar en la ronda gala -tiene la friolera de 30. El número uno, “El Caníbal” Merckx -¿quién si no?- logró 34.
Hace unos meses la revista Volata editó un especial sobre sprinters lleno de tipos que rezuman testosterona y meten la cabeza a codazos donde nadie más querría estar. Entre todos esos ciclistas rudos como purasangres había uno que se llevaba gran parte de la atención: Mark Cavendish.
El británico aparecía señalado como el mejor sprinter de la historia -aunque particularmente no creo que este tipo de comparaciones verdaderamente funcionen, cada época tiene sus particularidades y quién sabe qué habría pasado si hubiesen coincidido en los mismos años de profesionalismo Cavendish y Cipollini. Lo único que podemos intuir es que algo hubiese acabado roto, eso seguro.
En aquel número de Volata, también le hicieron una entrevista muy buena al corredor británico con un titular de lo más inspirador “Si dices siempre la verdad, nunca tienes que preocuparte“, o algo así. De todos modos, lo que más me llamó la atención fue lo que Cavendish contó sobre su salto al profesionalismo. Normalmente este tipo de entrevistas no se detienen mucho en los inicios de los ciclistas de este nivel porque suelen resumirse con aquella filosofía castiza que sintetizó a las mil maravillas Luis Aragonés en la Selección Española de Fútbol: “ganar ganar y ganar”.
Son corredores que están muy por encima del resto, que despuntan desde muy jóvenes y que, hasta llegar a la alta competición, sencillamente arrasan. Una vez convertidos en profesionales las pasan más o menos canutas – la adaptación a veces no es fácil – pero lo cierto es que si acabamos hablando de ellos, sin son “portada de revista”, es porque han vuelto a barrer a todos los que se han cruzado en su camino. O a casi todos.
Pero con Mark los inicios fueron un poco otra historia.
Empezó en la bicicleta muy joven y llamó la atención de todos porque ganaba casi siempre y con mucha facilidad. Hasta aquí, lo previsible en este tipo de casos. Pero Mark apareció justo en el momento en el que el ciclismo despuntaba en Inglaterra, con una Selección altamente tecnificadaque sería el germen del poderoso Sky y que contaba con un centro neurálgico de operaciones en Manchester con un velódromo incluido que estaba – que está – preparado para todo tipo de pruebas. Entre otras cosas, allí decidían con mucha precisión quién valía y quién no para el profesionalismo.
Con quince o dieciséis años, la Federación Inglesa de Ciclismo llamó a Cavendish porque querían hacerle unas pruebas. Querían saber hasta dónde podría llegar verdaderamente en el mundo del ciclismo. Un par de semanas después de aquella llamada, Mark se presentó en Manchester, con sus edificios de ladrillo y sus fábricas y su música Brit Pop y sus clubs de fútbol y sus cortes de pelo, e hizo, básicamente, lo que le mandaron: pedalear.
Le llenaron de cables, tubos y sensores. Le sacaron sangre. Le hicieron mear en asépticos recipientes de plástico.Le pesaron, le midieron, le volvieron a pesar y le volvieron a medir. Tomaron todo tipo de medidas fisiológicas y las registraron en sus ordenadores. Le hicieron todos los test que se pueden hacer, o casi. Y metieron todos los datos en sus ordenadores. Pruebas de estrés, pruebas de esfuerzo, pruebas de todo lo que se te ocurra. Metieron todos esos datos en sus ordenadores y dejaron trabajar a los algoritmos.
Por supuesto, llegaron a una conclusión infalible: Cavendish no servía. No había discusión posible con unos valores como aquellos: el corredor se quedaría en un plufff. Estuvo bien mientras duró pero el chico no vale. Y se lo comunicaron, como quien informa a un paciente de que el bulto es un tumor maligno.
Dieciséis años y adiós Selección Inglesa, adiós olimpiada, adiós Mundial y, por supuesto, adiós Tour de Francia. Los datos habían hablado: la exitosa carrera de Mark Cavendish había acabado antes de empezar. Como mucho sería un ciclista más: un buen pistero, un buen lanzador, un buen compañero de habitación.
Pero Cavendish decidió ignorar a los Dioses, quiero decir a los Datos. Sencillamente recogió sus cosas, dijo hasta luego y volvió a la Isla de Man. Quizá masculló un que les den pol culo, por el camino porque los sprinters – los de verdad – dicen cosas como esas.
Y el resto es historia.
Vivimos tiempos extraños. Bonitos, a su manera, pero también extraños. Son tiempos en los que se apela sistemáticamente a los datos para justificar todo tipo de decisiones. Tiempos en los que tendemos a pensar que el Big Data puede predecir el futuro con total exactitud. Y por supuesto que ayuda, pero sencillamente no puede. Una discusión se cierra rápidamente con un vistazo al teléfono, con una consulta en Google o en Wikipedia, y quizá por eso tendemos a pensar que las cosas – incluso las más complicadas, incluso las que afectan a las decisiones de los seres humanos – pueden predecirse rápidamente y sin matices. Con facilidad.
El factor humano es aleatorio y en cierto modo genial, y tiende a cambiarlo todo. Confiar exclusivamente en los datos y en la estadística, por muy valiosas que sean sus herramientas – ¡que lo son! – es un grave error que cada día comenten más organizaciones, o al menos esa es mi percepción. Lo curioso del asunto es que, a diferencia de lo que tendemos a pensar, el presente está absolutamente condicionado por la percepción que tenemos del futuro. Solemos dar por hecho que lo que hacemos hoy es lo que da forma al mañana pero, en realidad, es la idea que tenemos del futuro lo que condiciona la actualidad. Esto es relevante: si Mark Cavendish hubiera atendido a la razón y a los datos, hubiera vuelto a su casa y se habría puesto a estudiar, yo que sé, ¡matemáticas!
Pero decidió no confiar excesivamente en aquellos datos – por muy objetivos que fuesen – y seguir a lo suyo. Y Cavendish consiguió “cambiar” su propio futuro. Y diría que ese es precisamente el factor humano, imposible de medir.
Hasta hace sólo unas semanas parecía imposible pensar en el público abucheando a los ciclistas a su paso agónico por los puertos de montaña del Tour de Francia.
Pero eso fue hasta hace sólo unas semanas.
Desde hace mucho – aunque no desde siempre – en el ciclismo se anima a todos los corredores. Los aficionados hemos entendido que el esfuerzo es tan fuerte y el mérito tan grande que lo contrario – animar sólo a nuestros preferidos – no tendría mucho sentido. Pero algo ha cambiado en este Tour. Algo se ha roto. Y la responsabilidad ha sido del Sky. De eso no tengo duda.
Verán, el Sky se presentó hace poco más de una década como la quintaesencia del juego limpio, como la renovación del ciclismo. El público por entonces estaba poco menos que conmocionado. Los aficionados habíamos digerido de una tacada el Caso Festina, la Operación Puerto y uno de los escándalos más fuertes (¿el que más?) de la historia del deporte, el de Lance Armstrong.
Cuando todo parecía arrasado, apareció en Inglaterra el Team Sky abanderando el nuevo ciclismo: el ciclismo limpio. Sin embargo – y creo que es importante recordarlo llegados a este punto – fueron los franceses los que verdaderamente lucharon contra el dopaje. Ellos fueron los que endurecieron las penas y lo criminalizaron y lo persiguieron.
Sky no ha hecho nada verdaderamente significativo contra el dopaje. El equipo apareció justo cuando parecía que todo había pasado y prometió un ciclismo limpio, pero sólo eso: prometió. Desde entonces, ni han mostrado los registros médicos de sus corredores, ni han hecho públicas sus extinciones terapéuticas, ni han censurado las inyecciones de recuperación, ni han apartado a los corredores cuando han dado positivo.
A ningún aficionado se le escapa que el primer gran campeón de Sky, Sir Bradley Wiggins, pasó de ser un grandísimo corredor de pista a Campeón del Tour como por arte de magia. Pero eso no es suficiente para acusar a nadie. El problema viene después, cuando se conoce que Wiggins se trató un asma que sólo padecía durante las semanas del Tour con cortisona en 2012. Y se agranda cuando se sabe que Froome hizo algo parecido en 2013. Y eso sólo es lo que ha trascendido porque – ya lo hemos dicho – Sky no hace públicas sus extinciones terapéuticas.
La bola no deja de crecer cuando el director médico de Sky es requerido por el Parlamento Británico para aclarar las sospechas que planean sobre el equipo y ni siquiera se presenta. El Parlamento le exige entonces los registros médicos de los corredores pero el médico solo pide perdón, porque los ha perdido.
“Me han robado el ordenador”, dice.
Esperen. La cosa va aún más allá. Gracias a la investigación parlamentaria se sabe que Sky envió un paquete urgente con un medicamento desde Manchester a Francia para el propio Wiggins, que competía allí . Cuando el Parlamento pidió explicaciones sobre ese extraño envío, el director de Sky, Sir Dave Brailsford respondió que contenía Fluimucil.
Esta respuesta es para muchos, entre los que me incluyo, sencillamente un insulto.
El Parlamento cierra la investigación con fuertes reproches hacia Sky. Les acusan de no colaborar. Mientras tanto Froome, otro corredor con una trayectoria que no apuntaba a campeonísimo convertido en milagro, sigue ganando Tours.
La cosa se pone verdaderamente mal cuando Froome da positivo en La Vuelta. No es un positivo, dicen, pero otros por menos han estado meses sin competir. Sky no aparta al corredor. De hecho, se empeñan en llevar las cosas hasta el extremo y aprovechando su inmenso poder presentan un informe que la UCI no puede rebatir, entre otras cosas porque consta de más de 8.000 páginas. El informe se lo encargan a la misma agencia británica que defendió que la EPO tampoco sirve para doparse, por cierto.
Y si seguimos rascando la cosa empeora aún más. Del 2013 al 2017 un ex del Sky estuvo al frente de la UCI. Las noticias sobre el uso de las extinciones terapéuticas de los Sky son anteriores al mandato del británico Brian Cookson como presidente de la UCI . El positivo de Froome aparece justamente con la llegada de un nuevo presidente – el francés David Lappartient. Antes y después, extinciones y positivos pero durante los cuatro años de mandato de Cookson, nada de nada.
Me imagino que algún niño le preguntaría extrañado a su padre por qué abucheaban a los del Sky. A nadie le gusta que pasen estas cosas pero ahí tienen algunos motivos.
Con todo ello, mientras a los aficionados no les salen las cuentas, el director del equipo Sky, Dave Brailsford -el mismo que le contó a todo un Parlamento Británico que enviaban Fluimucil en avión-, declaraba a la prensa hace dos días que “entra dentro de la cultura francesa abuchear a los líderes de la carrera”, que es algo cultural y que siempre ha sido así.
Mañana el Tour de Francia se reinventa en una etapa histórica -y aunque seguramente se abuse de este término en todo lo que tiene que ver con ciclismo, esta vez realmente lo es.
Desde que el director del Tour, Christian Prudhomme, comentase los detalles de la decimoséptima etapa de esta edición, ha surgido un interesante debate entre dos grandes bandos: los que apuestan por la modernidad y los que cuidan la tradición.
Como seguramente sabrán, la ronda gala ha programado para mañana una etapa de alta montaña en Pirineos de solo sesenta y cinco kilómetros. Aunque este dato ya resulte sorprendente por sí mismo (si exceptuamos el formato contra reloj, será la etapa más corta en más de treinta años), eso no es todo. La meta es inédita (el puerto de Porter, que con sus 16 kilómetros a un desnivel del 8% de media y una altitud de 2215 m. reúne todas las características para convertirse en un nuevo Tourmalet), y además se estrenará un nuevo formato de salida, a modo de parrilla, como en Moto GP o en la Fórmula 1.
El orden de salida será más o menos el mismo que en la clasificación general (digo más o menos porque habrá un guiño para el maillot de lunares del líder de la montaña, el francés Julian Anaphilippe). Este nuevo formato de inicio de etapa, en un recorrido tan corto y con tres durísimos puertos de por medio (el primero nada más empezar) es especialmente interesante. ¿Llegarán los gregarios a tiempo para echar una mano a los líderes de los equipos? ¿Habrá ataques desde el principio o tal vez un pacto de no agresión?
Entre los aficionados, las voces más críticas apuntan a una pérdida en la esencia del Tour. Muchos han querido restarle importancia al asunto mostrando la parrilla de salida como una acción de marketing que poco tiene que ver con lo estrictamente deportivo.
Sinceramente, creo que tanto los primeros como los segundos están muy equivocados.
Por un lado, el Tour puede mantener su esencia intacta sin renunciar a nuevos formatos, a una modernidad más o menos comedida. Como en el Gatopardo a veces es necesario cambiarlo todo para que todo siga igual. No hay más que recordar que en los primeros años del Tour los corredores ni siquiera podían recibir un mísero bidón de agua.
Por otro lado, la parrilla de salida no es solo una jugada de marketing en busca de mayor repercusión por parte del organizador de la carrera. En todo caso es una acción de marketing muy buena, y si lo es, es porque compromete la carrera y afecta de un modo directo a lo deportivo. Veremos al líder solo desde el primer minuto y quién sabe lo que harán los rivales (desde luego, si tienen piernas, harían bien en atacar). 65 kilómetros de espectáculo puro.
Mi conclusión previa a la etapa de mañana es que el Tour ha acertado a todos los niveles incluyendo este nuevo formato en su ruta. Su director tiene los mismos planes de siempre (conseguir organizar la mejor carrera ciclista de todas), tan solo utiliza algunas estrategias nuevas. Bienvenidas sean, si algo necesita el mundo es mucha más imaginación.
Coppi dijo una vez que no valía solo con ganar, que también importaba cómo. Esa idea romántica que se desprende de las palabras del campeonísimo es la que convierte el ciclismo en un deporte diferente: el mejor del mundo.
Pero hoy ha sido un día triste en Alpe D’Huez. Ni siquiera lo contrario de romántico, que supongo que es pragmático. Ha sido un día triste, que es mucho peor. Nada más y nada menos que allí, en Alpe D’Huez. Un día lleno de aficionados lamentables y con Nibali, mi ciclista favorito, en el suelo (primero) y en el hospital, después. Ni que decir tiene que en Ventoux, hace tres años, se neutralizó la carrera por algo muy similar (fue aquel día en el que el malliot amarillo salió corriendo sin la bicicleta después de estrellarse contra una moto parada).
De lo poco que he sacado en claro de la etapa de hoy es que el bochornoso caso de Froome se ha convertido en un auténtico problema que incluso afecta a la seguridad de la carrera. Con todo lo que han sufrido los aficionados con Armstrong y el dopaje puede entenderse que haya malestar, pero solo hasta cierto punto. Algunas actitudes son injustificables. En la vida se me ocurría ir a abuchear a un ciclista (no digamos ya ir a empujarlo o a escupirle) pero ya ven: hay de todo en la viña del Señor.
La etapa fue bonita, como se esperaba, pero todo quedó eclipsado por los pitos, los abucheos y algún que otro intento de tirar a Froome de la bicicleta. Como lo oyen. Se me ocurre que ahora es el momento de hacer una rectificación por mi parte; en su día dije que el Tour no debería dejar correr a Froome – y eso intentaron, aunque finalmente tuvieron que ceder ante la vergonzosa lavada de manos de la UCI – pero mi reflexión era un tanto inexacta, o por lo menos parcial. Seguramente era el propio Sky el que debería haber apartado a su corredor, de un modo más o menos discreto. Piensen en Sky como patrocinador – como el de mayor presupuesto, por cierto. Están ganando carreras pero acaban abucheando a sus corredores, algo que no se había visto en el Tour desde hace muchas décadas y mucho menos después de ganar en Alpe D’Huez -¡nada más y nada menos que en Alpe D’Huez!
Particularmente me lo haría mirar. ¿De verdad tienen sentido, como marca, tener a Froome en el Tour?
Con respecto a la general, pocos cambios. Quedan ocho etapas (nueve, si contamos el último día en Paris) en las que puede pasar de todo. Los que ayer decían que Sky lo tenía hecho, hoy lo dicen aún más alto. Thomas está que se sale y es un corredorazo y Froome pues más de lo mismo, pero algunos parecen haberse olvidado de que todavía quedan los Pirineos, – ¡casi nada! – y de que lo que hoy le ha pasado a Nibali, puede pasarle a cualquiera. Sí, hay algunos favoritos menos (como Quintana, que sencillamente no va) pero Tom Dumoline ha demostrado de nuevo estar llamado a grandes cosas y Mikel Landa, que suele ir de menos a más, también ha dado la talla.
Además, sigue estando la posible brecha que se alarga como una sombra sobre el Sky, ¿o alguien se cree de verdad que Thomas va a regalarle el maillot a Froome sin dejarse hasta el último aliento?
La fuga del día rodaba con unos 50 segundos de ventaja sobre el grupo de Sagan a falta de 3 kilómetros de la meta situada en la mítica localidad de Roubaix. Peter Sagan, el gran favorito, había perdido ese caballo en un pequeño despiste (su único despiste del día). Después, la confusión del grupo hizo el resto. Los 15 segundos de los tres fugados pronto se convirtieron en 30, y los 30 pasaron a unos cómodos 50.
Cuando el pelotón quiso espabilarse ya era demasiado tarde. Los que iban por delante eran tres super-rodadores, tres auténticas bestias. Por eso, a falta de unos pocos kilómetros para alcanzar la meta la cosa estaba muy clara: la novena etapa del Tour acabaría decidiéndose entre alguno de esos tres: el campeón belga, con su imponente maillot, Yves Lampaert; el maillot amarillo (el amo de las carreras de un día) Greg Van Avermaet y un Treck Segafredo bastante “desconocido” que tiraba del grupo sin parar, con una determinación alucinante. Decir “desconocido” tal vez sea decir demasiado pero observando la categoría de sus compañeros de escapada, ¿quién era John Degenkolb para colarse ahí? El corredor alemán había tenido su momento hace 3 o 4 años, pero ese momento ya había pasado, ¿no?
La carrera había sido una escabechina, con algunos abandonos importantes y muchísimas caídas: tantas que acabaríamos antes citando a los favoritos que no tocaron el suelo que nombrando a los que acabaron magullados, maldiciendo al mismísimo Dios. Pero esa es otra historia.
En la tele el comentarista de Teledeporte le preguntaba a Iván Cortina, invitado del día, por su favorito para la etapa. Cuál de los tres se llevaría el triunfo.
“No lo tengo claro“, respondía Cortina.
-¿De verdad no lo tienes claro?, preguntaba el comentarista extrañado.
“¿De verdad no lo tiene claro?”, me preguntaba yo.
-Bueno, supongo que diría que Van Avermaet… – acababa respondiendo Cortina, un poco a regañadientes.
-Yo también, por supuesto. – Sentenciaba el comentarista de Teledeporte. Y luego Perico. Y también el resto.
“Coño, y yo.” Pensaba desde casa.
Entonces Cortina dejó caer un comentario “…pero el más rápido es Degenkolb“.
Eso sí que no me lo esperaba. ¿El más rápido es Degenkolb? Estamos hablando de un final en Roubaix y de una fuga con Van Avermaet y Lampaert. ¿De verdad el más rápido es Degenkolb? Era, sí. Pero ¿es?
Pues sí. Degenkolb se puso a tirar a 500 metros de meta y yo desde casa, aún confiado, pensé que sus dos compañeros de fuga ya estarían afilando los cuchillos. “Menudo suicidio, ¿no?” le comenté entonces a mi suegro. A 300 metros el alemán seguía tirando y cuando Lampaert intentó un tímido sprint, Degenkolb apretó hasta atravesar la meta con tiempo para levantar los brazos.
Sólo por un momento pensé que Van Avermaet le pasaría. Ese momento en el que el segundo coge la rueda y la balanza empieza a cambiar.
Pero no. La balanza no se movió. Degenkolb puso un punto más y eso fue todo.
Degenkolb, con la cara llena de polvo y lágrimas en los ojos, contaba luego su historia. Por eso ni yo ni los comentaristas de Teledeporte – Cortina mediante – nos acordábamos mucho de él. El tipo era un crack en el sprint y un clasicómano nato. Tenía todas las papeletas para convertirse en un nuevo Sagan o en todo un Van Avermaet – precisamente. ¿Exagero? Puede. Pero en La Vuelta 2015 ganó 5 etapas. 5. Y en esa misma temporada también ganó la Paris-Roubaix. Pero todo se torció cuando en enero de 2016 una conductora británica se lo llevó por delante. A él y a otros cinco corredores de su equipo por entonces, el Giant-Alpecin. La conductora conducía por el carril contrario, como en Inglaterra, y en la salida de una curva arrolló a todo el grupo. No hubo muertos, por fortuna, pero la cosa fue seria. El corredor alemán acabó con un dedo literalmente colgando y muchas otras heridas de diversa gravedad. Tuvo que ser operado de urgencia con anestesia general e incluso se temió por su vida. Degenkolb perdió la movilidad de ese dedo pero se salvó y, poco a poco, pudo volver a entrenar y, obviamente, también pudo volver a competir. El ciclista vivió un calvario para volver a la élite. Pero una cosa es volver a la élite y otra cosa es ganar la novena etapa del Tour de Francia de 2018. La jodida etapa del pavé. La etapa de Roubaix. La etapa que todos los aficionados – TODOS – queríamos ver.
Para Degenkolb las victorias no acababan de llegar y viendo con quien se jugaba los cuartos hoy, tampoco parecía que sería el día. Pero Cortina dijo “es el más rápido” y entonces mi forma de mirarle cambió. “¿Cómo va a ser el más rápido con esos dos bestias al lado?” “Ya. Pero fíjate cómo está tirando!” Mantenía una conversación de este tipo conmigo mismo. Es lo que tiene el ciclismo, es como una novela negra. Te pasas todo el tiempo tratando de responder a ese tipo de cosas.
Degenkolb ganó y señaló al cielo para homenajear a un amigo cercano que había muerto, explicó en la entrevista posterior, también contó todo lo que había tenido que luchar para llegar hasta el día de hoy. Un poco más que el resto, de eso no cabe duda.
Yo, que había apostado por Van Avermaent desde el inicio y que cuando le vi en la fuga con Lampaert y Degenkolb casi lo di por hecho (casi todos lo dimos por hecho), me alegré mucho por haberme equivocado. Como en las buenas novelas, ho hay nada mejor que las cosas acaben como menos te lo esperas.
El milagro del Ventolín (dar positivo usando sólo este inhalador) no es el único acto inexplicable en la vida de Chris Froome. De hecho, el ciclista inglés, cuatro veces ganador del Tour de Francia, parece haber querido darle una vuelta de tuerca más a los límites de lo razonable en el último Giro de Italia y cuando todos lo daban por muerto, Froome resucitó con una exhibición. La inmensa mayoría de aficionados ha digerido la maglia rosa del británico como buenamente ha podido, a medio camino entre la resignación y la vergüenza.
En la etapa reina del Giro 2018, Froome se esfumó del resto del pelotón a muchísimos kilómetros de la línea de meta (a unos ochenta concretamente) e hizo todo el camino que faltaba hasta el final completamente en solitario. Más de dos horas pedaleando solo, con un punto de pundonor y una calidad innegables. No es que Froome fuese precisamente bien durante el resto de Giro, con caída en la previa de la crono del primer día incluida y a más de cuatro minutos del rosa en la general, pero ya ven: sorpresa, sorpresa. Entre bastidores algunos ciclistas suspiraban espantados al enterarse de lo que había sucedido durante el día. Bennett quiso ir un poco más allá y verbalizó públicamente desde dentro del pelotón lo que ya era la comidilla entre los aficionados. “Did he a Landis?”, preguntó irónico a un periodista mientras hacía rodillo. El corredor del Lotto-Jumbo recordaba el último gran precedente de una victoria similar en el ciclismo moderno. Un pésimo precedente.
Puede que las comparaciones sean odiosas pero también resultan inevitables. Comparar la escapada de Froome con la de Landis resulta un poco como cuando tus padres te comparan con el repetidor de la clase. Por desgracia, decir que se ha hecho un Landis no es como decir que se ha hecho un Coppi o que se ha hecho un Bartali. Es decir que ha hecho trampa.
El otro gran precedente de una exhibición similar resulta también bastante icónico. Habría que remontarse a Marco Pantani en Galibier destrozando a todo un pelotón a otros ochenta kilómetros de meta. Ulrich, el agobiado líder del Tour por entonces, no daba crédito. Aquel ciclista alemán, con cara de niño grandullón, pelirrojo y pecoso, cedía muchísimos minutos en el mítico puerto alpino completamente vapuleado por el escalador italiano, una de las figuras más controvertidas de la historia del ciclismo. “Controvertidas”. Es una forma de decirlo.
El dopaje y Sky
Lo cierto es que tanto Froome en particular, como el equipo Sky en general, parecen predispuestos a generar este tipo de situaciones. El inglés ya ganó con pulmonía el Tour de Normandía en 2014. Pregúntale a tu neumólogo qué significa exactamente pulmonía y luego ríete, llora, o haz lo que quieras: incluso defender al Team Sky.
El dopaje parece ser un hecho consumado en el Sky, un equipo que lo controla absolutamente todo, como hiciera aquella otra escuadra anglosajona a principios de siglo, el US Postal. Otro precedente malísimo, ya ven.
Digo que el dopaje parece un hecho consumado en el Team Sky porque ahí está el positivo de Froome en La Vuelta y la lamentable reacción del equipo. El positivo fue sacado a la luz pública casi a la fuerza, por una filtración, y esto es algo muy relevante que pone de manifiesto el inmenso control del equipo británico sobre todos los estamentos que tienen que ver con el ciclismo.
Todas las evidencias (y también todas las actitudes) resultan claras como uno de esos días de verano sin nubes. El escandaloso uso de las excensiones de uso terapéuticas (las famosas TUEs) por parte del Team Sky, que permiten que sus deportistas hagan uso de ciertos métodos y sustancias durante la competición que de otra manera estarían completamente prohibidos, es un gran ejemplo. El proceso es completamente confidencial para preservar el derecho a la privacidad de los atletas pero sí se sabe que el Sky las recibió por lo menos para sus dos campeones en los Tour de 2012 y 2013: Wiggins y Froome, respectivamente. También se sabe que las recibió en aquel Tour de Normandía de 2014, el que Froome ganó con pulmonía y fuertemente medicado.
Algunos equipos hacen públicas sus TUE para demostrar su compromiso con el ciclismo limpio pero este, desde luego, no es el caso del Team Sky. Mientras usaba TUEs sistemáticamente entre sus ciclistas, el equipo Sky bombardeaba a los aficionados con sus avances técnicos en materiales, maillots, bicicletas y sus novedosos métodos de entrenamiento. Las famosas ganancias marginales a las que Sky hace referencia de manera permanente son en mi opinión, como la mano del mago que te distrae mientras no para de sacar conejos de la chistera.
Las TUEs son un escándalo en sí mismas y dejan la credibilidad el Sky por los suelos. Wiggins recibió autorización off the record para inyectarse corticoide en el Tour que ganó en 2012 con el objetivo de combatir su alergia al polen. El corticoide es una sustancia prohibida porque mejora increíblemente el rendimiento de los ciclistas al ayudarles a perder peso rápidamente sin mermar su potencia. Conseguir los mismos vatios al pedalear pesando tres kilos menos es una verdadera locura.
Después de ganar aquel Tour haciendo uso de un TUE, Wiggins fue nombrado caballero del Imperio Británico por sus logros deportivos. Es el ganador más alto en la historia del Tour de Francia. No sé si recuerdan la imagen pero el ciclista, que venía de competir en pista, nunca había estado tan fino.
Algo extremadamente difícil de entender en todo el asunto de las TUE y las alergias es que algunos ciclistas acaban usando productos prohibidos a pesar de que existen medicamentos legales y totalmente autorizados en el mercado para prevenirlas y corregirlas.
Por supuesto, Froome también se benefició de al menos dos TUE y, al menos hasta donde se sabe, en los Tours de 2013 y 2014 pudo inyectarse de forma autorizada un esteroide llamado prednisolona. Inyectarse, sí. Las inyecciones son otra mancha más en la joven historia del Team Sky. Las inyecciones, las llamen de recuperación o como quieran, siempre apuntan al dopaje. Cualquiera que haya mostrado un mínimo de interés sobre este asunto lo sabe perfectamente. En palabras de David Millar, el gran arrepentido, “detrás de las inyecciones acaba habiendo dopaje”.
Un extraño paquete urgente
Aún así, mucho antes de los escándalos de las TUEs y de las inyecciones, el Team Sky ya había demostrado su absoluta falta de compromiso en la lucha antidopaje de manera reiterada. El ejemplo más hilarante es la calamitosa explicación ante el Parlamento Británico de Dave Brailsford, el director técnico del equipo. Brailsford intentó justificar el misterioso envío de un paquete médico en 2011 para el por entonces líder de Sky, hablamos de nuevo del espigado Wiggins. Tras recibir aquel paquete, Wiggins corrió en Dauphiné y acabó ganando. Según las explicaciones de Brailsford, el paquete (que voló en avión urgente desde la central de Sky en Manchester hasta Francia) contenía fluimucil. Sí, ¡fluimucil!, ese medicamento que anuncian por la tele, que cuesta unos 6 euros y que puedes conseguir en cualquier farmacia sin receta médica ni nada similar. Es como hablar de aspirinas o de ibuprofeno.
El Tour no necesita a nadie
Cuando te mueves como un tramposo, hablas como un tramposo y actúas como un tramposo, no debería extrañarte que todo el mundo piense que eres un tramposo. El Tour de Francia haría bien en velar por sus intereses y apartar a Froome de la carrera corrigiendo la anomalía – extraña por definición – de la UCI. Puede que a La Vuelta y al Giro les interese tener a este corredor en nómina pero el Tour es diferente. La repercusión del Tour es sencillamente otra. Muy superior. Infinitamente superior. Las motivaciones de sus organizadores lógicamente son otras. No es lo mismo ser el Real Madrid o el Barcelona que el Bilbao o el Sevilla, se mire por donde se mire.
El Tour no necesita a nadie. Y mucho menos a Froome. La carrera está muy por encima de todos los corredores. De todos. A diferencia del Giro, la Vuelta o cualquier otra competición ciclista, el Tour es el Tour. Punto. Pero lo que menos necesita el Tour ahora mismo es tener a un corredor como Froome en su salida, una vez superados los viejos fantasmas del dopaje y tras haber pasado una auténtica travesía por el desierto, ¿se imaginan al director del Tour volviendo a entregar el diploma de ganador en su despacho de París, a un ciclista vestido de paisano, con el gesto torcido y dos meses después del final de la carrera? La escena resulta tan lúgubre como un piano quemado.