Con respecto a la Generación Z y las posteriores, los Millennials hemos tenido una ventaja: hemos conocido bien el mundo anterior a la llegada de Internet y las redes sociales. Se mire por donde se mire, no es una ventaja precisamente pequeña pero aún así, nos ha costado (y aún nos cuesta) aprender a relacionarnos con el medio digital. Especialmente con las redes sociales.
En el potentísimo ensayo de “La Era del Capitalismo de la Vigilancia” (que dio origen al documental de Netflix “El Dilema de las Redes”), su autora, Shoshana Zuboff, explica muy detalladamente cómo operan las grandes corporaciones de esta nueva forma de capitalismo: Google, Facebook (ahora Meta), Amazon y Apple. Cuando publicó este libro TikTok, el nuevo y quinto gran player del Capitalismo de la Vigilancia, aún ni existía.
Lo que Zuboff cuenta en el ensayo es, muy básicamente, cómo estas grandes empresas utilizan nuestro excedente conductual para crear perfiles de usuarios (primero) a los que poder venderles cosas (después).
Cabría preguntarse qué es exactamente eso de “excendente conductual” porque ahí está el quid de la cuestión.
En principio, empezó siendo el rastro (por así decirlo) que vamos dejando en Internet, desde un “Me gusta” en Facebook hasta una búsqueda determinada en Google. De hecho, fue Google el primero en entender que detrás de aquellas migas de pan se escondía una verdadera mina de oro. El buscador, incapaz de monetizar y con graves problemas financieros por entonces, renunció a todos sus elevados principios para abrazar una nueva forma de mercado en la que lo único importante ha acabado siendo la retención de los usuarios.
Obviamente lo que hacemos en Internet dice cosas muy claras de nosotros. Hay quien dice que el algoritmo nos conoce mejor que nuestras familias y amigos más cercanos. El caso es que este rastro digital ha ido alcanzando cotas inéditas a medida que los grandes gigantes de Internet, especialmente Google, nos ofrecían (y nos ofrecen) nuevos servicios. Con Google Maps, por poner un ejemplo paradigmático, el excedente conductual (nuestros “datos”, como solemos llamarlo al fin y al cabo) trasciende lo meramente digital para ofrecer información sobre lo que hacemos en el mundo físico, en el “mundo real”.
En qué restaurante has comido. Dónde has repostado. Cuánto tiempo has estado parado frente al escaparate de Zara. A qué hora te acuestas. A qué hora te levantas. “Alexa, ponme Arcade Fire”.
En este contexto, cuanto mayor es el excedente conductual más claros son los perfiles de usuarios y mayores son los beneficios para estas compañías (poco amigas, además, de las leyes gubernamentales y de los impuestos). Esto se traduce en que cuanto más tiempo son capaces de retener a los usuarios mayores son sus ingresos.
Por supuesto, la ética entra en escena en todo este embrollo desde el minuto uno.
Google, que nació como la quintaesencia del acceso al conocimiento y custodio de la moralidad, ha acabado por convertirse en justamente lo contrario. En un momento dado decidieron coger el dinero y correr.
Lo cierto es que, gracias a la estrategia de comunicación y al poder aplastante de estos grandes gigantes tecnológicos, nos hemos casi olvidado de las preguntas éticas implícitas en la costumbre de estas grandes compañías de mercadear con nuestros datos, aunque eso no es lo que más me interesa.
Para conseguir captar y mantener la atención de la audiencia —y seguir generando el mayor número de excedente conductual posible—, las grandes corporaciones (con especial énfasis en Google, Meta y Tiktok) están dispuestas a hacer lo que sea: desde sugerir vídeos y más vídeos a los niños en Youtube Kids (educándoles desde bien pequeñitos en la dispersión de la atención, en el consumo compulsivo de contenido random y en la satisfacción inmediata) hasta difundir noticias falsas sin pudor en todos aquellos perfiles que mejor las consumen.
Las consecuencias son terribles y se resumen en un mundo peor: desde el genocidio de Birmania hasta el auge de Donald Trump, pasando por una generación de niños y adolescentes que está creciendo con “más ansiedad y menor autoestima“, y en la que han aumentando los sentimientos de “depresión, ansiedad, mala imagen corporal y soledad” (fuente: Child Mind Institute.)
También los suicidios.
Tremendo.
En este contexto, la Generación Z no tiene ninguna herramienta para defenderse: les hemos puesto el smartphone en la mano y les hemos deseado suerte.
Los conclusiones son demoledoras, y en todas aparece el dilema (que no es tal) de las redes de fondo.
Las estrategias de los algoritmos de Tiktok, Youtube o Instagram son demenciales. Están programados por auténticos sociópatas. Personas cuyo único interés es la cuenta de resultados de la macro-corporación.
La principal preocupación de estas compañías es fomentar que los usuarios pasen el mayor tiempo posible en sus redes (nunca mejor dicho) y si para ello tienen que mostrar vídeos de conductas tóxicas durante horas y horas a jóvenes en edad de explorar y divertirse, no dudan en hacerlo.
Como decía Lucas García, el genio loco de Socialmood, “si TikTok es la red número uno entre los adolescentes es que no hemos aprendido nada.”
Cuando lo único que interesa es la retención de los usuarios, como es claramente el caso, resulta mucho más fácil radicalizar los perfiles de los usuarios que buscar la moderación o el detalle. Es algo obvio.
También a la hora de crear un perfil es mucho más sencillo cargarse todos los matices, aunque el daño resulte irreparable.
Es algo desesperante, si te paras a pensarlo.
No recuerdo que escritor dijo que “ningún niño obligado a ser hombre es culpable”. Los smartphone, Internet y las redes no deberían estar tan ligeramente al alcance de los niños, pero han nacido ¡y les hemos puesto un smartphone en la mano!
Para la Generación Z y las siguientes la barrera entre lo digital y lo real resultará cada día más confusa. Las grandes tecnológicas así lo han querido (caiga quien caiga) y nosotros, como sociedad y a título individual, lo estamos permitiendo.
Esa es mi percepción: que estamos fallando como sociedad de forma dramática e irreparable. Y los más perjudicados son, como casi siempre, los que menos oportunidades tienen.
En este sentido, el algoritmo también fomenta que los hijos de los más desfavorecidos, los hijos de las rentas más bajas, mantengan su estatus. ¿Y por qué? Porque es mucho más factible que un padre con un nivel educativo alto interfiera en este aspecto (que no está legislado, sobre el que casi no existe debate social, sobre el que hay una normalización alarmante) que un padre con un nivel educativo menor. Ya se sabe que los gurús de Silicon Valley crían a sus hijos sin pantallas.
No intentar legislar de forma urgente y clara en este sentido, no incluir el “dilema” de las redes en el debate social y seguir dejándolo pasar sin tomar acción es una irresponsabilidad. Ojalá despeguemos los ojos del móvil y empecemos a pensar en lo importante.